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Salieri - Poemas de Antonio Casares



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Salieri
Poema publicado el 25 de Noviembre de 2011

Quisiera silenciarlo, amordazarlo,
petrificarlo en sombra y en olvido,
convertirlo en estatua de sal negra,
mutilar sin piedad sus manos ágiles
o palomas que vuelan sobre el piano,
y hacerlas caer sobre las teclas
como soles sin luz decapitados,
como ángeles vencidos por la nada,
o las huellas de algo que no existe                                                                                                                                                                                       
ni ha existido jamás. Le llaman Mozart,
y él, absorto, perplejo, ensimismado,
con mirada furtiva y maléfica,                         
lo atisba con disgusto mientras toca,
palidece de rabia y de impotencia                     
al oír cómo nacen, inefables,                               
los acordes más bellos, las más altas
cimas de las esferas pitagóricas,
le entran sudores fríos, se obnubila,
ciego de un sentimiento abominable
y de un resentimiento sin límites,
y al acabar de tocar cada pieza,
obligado por esa servidumbre
de tener que guardar las apariencias,
que nunca acabará de comprender,
con tibieza y sin mucho entusiasmo,
y desgana y desazón y rencor,
sonríe forzadamente cuando aplaude,
siente por él una tirria infinita,
y una animosidad, y un resquemor,
y un desprecio tan grande que quisiera,
en vez de celebrar la ejecución
perfecta de la obra que ha creado,
oírlo crepitar entre las llamas,
como a Giordano Bruno o Juana de Arco.
¿De dónde saca aquel joven talento,
apenas un infante todavía,
la fuerza prodigiosa de su música?
¿En qué fuentes ignotas ha bebido?
¿Qué energía oculta lo empuja
a ser divino entre los humanos?
¿Por qué es un elegido de las musas,
mientras él, Salieri, el gran Salieri,
nunca alcanza la sublime belleza
que consigue, apenas sin esfuerzo,
ese monstruo con alas en el alma,
ese maldito hijo de la noche,
con la facilidad que le otorga
tener un don que él no ha buscado
y le ha caído llovido del cielo?
Sin duda, el destino nunca es justo,
y no basta entregarse en alma y cuerpo
al arte para ser un gran artista.
Hace falta algo más: el duende, el ángel,
eso que no definen las palabras
ni el lenguaje obsoleto de la lógica,
que no ve más allá de lo evidente.
Lo que a él le cuesta días de trabajo
incesante, metódico y tenaz,
y arrancarle al insomnio cada nota,
cada arpegio, cada modulación,
a Mozart, un dilecto de las musas,
protegido por los dioses del arte,
como si el arte fuese un simple juego,
le sobra con un rato de abandono
a los efluvios de la inspiración
y a las veleidades de la fortuna.
¿O todo es albedrío, puro azar?
Y sabe -lo ha pensado muchas veces-,
sabe que jamás podrá igualarlo,
y la inquina aumenta cada día,
y cada noche piensa en la venganza,
y no pasa otra cosa por su mente
que no sea hacerle daño porque sí,
y las maquinaciones, y las cábalas,
y las conspiraciones clandestinas,
y la insidia que propala infundios
y calumnias sin ningún fundamento,
y el veneno que alimenta en su alma
y ha ido acumulando durante años
será el que acabe de una vez por todas
con su rival, su acérrimo enemigo,
su bestia negra, el hombre que más odia
en esta tierra injusta, en este infierno
que es sufrir la ajena prosperidad.
¿A qué otro achacará su fracaso?
Comido, carcomido por la envidia,
ese cruel sentimiento incurable,
acecha agazapado entre las sombras,
aguardando el momento propicio
para asestarle el golpe certero
que acabe con esa pesadilla
de ser constantemente comparado
con uno de los genios más excelsos
que haya dado el arte de la música.
Porque Mozart ha arruinado su vida
y ha eclipsado su obra y su prestigio
entre los príncipes y nobles de Austria,
sin olvidarse de su amada Italia,
y su fama se extiende por el orbe
como una maldición, como un castigo
para su alma enferma y cainita,
lo que es un motivo suficiente,
que él considera una justicia cósmica,
para su voluntad de aniquilarlo.
Nadie busque razones: no las hay,
los celos en sí mismos justifican
la fobia, el deseo de destruir,
sin sentir culpa ni remordimientos,
aquello que no puede igualar
ni en belleza, ni en arte, ni en poesía.
Y Salieri es conciente de ello:
nunca tendrá la fama que desea,
nunca podrá alcanzar la ansiada gloria,
nunca será el gran músico que sueña,
y la palabra nunca se le clava
en el alma como un estilete,
pues el triunfo le pertenece a otro
cuyo nombre no quiere mencionar.
Y el suyo, el de Antonio Salieri,
paradigma del hombre intrigante
y envidioso, tendrá el triste privilegio
de ser el trágico protagonista
de una ominosa y agria relación,
y llevar el estigma de una historia
cuya veracidad nadie ha probado,
y para él y toda su estirpe,
quedará en la memoria colectiva
su nombre vinculado al deshonor,
unido a la muerte de un espíritu
genial para la esencia de la música:
el de Wolfgang Amadeus Mozart.

        (Santander, 23 de noviembre de 2011)


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