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Ciudad - Poemas de Fernando Charry Lara



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Ciudad
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008

Por el aire se escucha el alarido, el eco, la distancia.               

Alguien con el viento cruza por las esquinas y es un
instante               
su mirada como puñal que arañara la sombra.
Desde el desvelo se oyen sus pisadas alejarse en secreto               
por la calle desierta tras un grito.

Una mujer o nave o nube por la noche desliza como río.               
Junto al agua taciturna de los pasos
nadie le observa el rostro, su perfil helado               
frente al silencio blanco del muro.

(Por el mar bajo la luna su navegación no sería               
tan lenta y pálida,
como por los andenes, ondulante,
su clara forma en olas               
avanza y retrocede.

Esos pasos, rozando el aire, se niegan a la tierra:               
no es el repetido cuerpo que en hoteles de media hora
entre repentinos amantes y porteros               
su desnudo deslumbra bajo manos y manos
y despierta soñoliento en un               
apagado movimiento
mientras a la memoria
acuden en desorden lamentos.               

En la oscuridad son relámpagos
la humedad en llamas de esos ojos               
de oculta fiera sorprendida,
y algo instantáneo brilla,
la rebeldía del ángel súbito               
y su desaparición en la tiniebla).

La noche, la plaza, la desolación               
de la columna esbelta contra el tiempo.
Entonces, un ruido agudo y subterráneo               
desgarra el silencio
de rieles por donde coches pesados de sueño               
viajan hacia las estaciones del Infierno.

Duermevela el reloj, su campanada el aire rasga claro.               
En el desierto de las oficinas, en patios,
en pabellones de enronquecida luz sombría,               
el silencio con la luna crece
y, no por jardines, se estaciona en bocinas,               
en talleres, en bares,
en cansados salones de mujeres solas,
hasta cuando, como con fatiga,               
la sombra se desvanece en sombra más espesa.

Desde la fiebre en círculos de cielos rasos,               
oh triste vagabundo entre nubes de piedra,
el sonámbulo arrastra su delirio por las aceras.               
El viento corre tras devastaciones y vacíos,
resbala oculto tal navaja que unos dedos acarician,               
retrocede ante el sueño erguido de las torres,
inunda desordenadamente calles como un mar en derrota.               
Siguen por avenidas sus alas, su vuelo lúgubre por
suburbios:             
se ahonda la eternidad de un solo instante
y por el aire resuena el alarido, el eco, la distancia.               

Muerte y vida avanzan
por entre aquella oscura invasión de fantasmas.               
Los cuerpos son uniformemente silenciosos y caídos.
Un cuerpo muere, más otro dulce y tibio cuerpo apenas               
duerme             
y la respiración ardiente de su piel
estremece en el lecho al solitario,               
llegándole en aromas desde lejos, desde un bosque
de jóvenes y nocturnas vegetaciones.               

              

De "Los adioses"      1963

                                                        





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