Poemas de Francisco Javier Caparrós Iruela



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Francisco Javier Caparrós Iruela

Un mar de olivos viejos,
donde morir de viejo espero un día,
cerraba mi horizonte y traslucía,
rutilante, a lo lejos,
el incierto país de la utopía,
sortilegio de luces y reflejos.

La placenta de aceite donde flota
nuestra vida, larvada todavía,
conserva en cada gota
esa esencia sutil de Andalucía:
balsámica ironía,
que mitiga el dolor de su derrota.

Cuando julio solano recogía
su dorada cosecha de las eras,
lloré porque nacía
y ese sol que remata primaveras
mis ojitos abiertos perseguía.

Las acacias sembraban su sombría
semilla de penumbra
sobre la tierra donde yo tenía
hincada de raíz mi poesía.
Hoy este claro sol que ya deslumbra
mi memoria baldía
da sombra de senil melancolía
para unos sueños donde se vislumbra
un patético fin de sinfonía.

Sólo sabe soñar el alma mía
y llorar de dolor al despertar,
y a soñar y a llorar
me convoca mi vida y mi agonía.

Nunca fui aprendiz de navegante,
pero el viento me puso a la deriva.
Yo que a lomos de un flaco Rocinante,
cuya boca no traga ni saliva
navegaba esta estepa sofocante
de sol, trigo y oliva,
he sentido nublarse mi semblante
y llover una lágrima furtiva
cuando, inflando mis velas el levante,
otro mar adelante,
ha partido mi quilla fugitiva.

Como Ulises errante,
alimento esta larga comitiva
que partió con eufórico talante
a una guerra distante,
y, por mor de una diosa vengativa,
en el ponto, vinoso y mareante,
permanece cautiva.

Es mi patria la infancia
pero mi vocación de caminante,
nómada, trashumante,
casi vence mi miedo a la distancia,
ancestral como un astro gravitante,
que inhibe con su atenta vigilancia
todo intento de andar desorbitante.

Relegué mi niñez adormecida
a la siesta indolente de otro estío
y entoné mi primera despedida,
sintiendo tanto mío
el dolor inherente con la herida
como el escalofrío
del cortante puñal del homicida.

Lluviosamente llora el mismo llanto,
amigo siempre fiel de la partida,
anuncio de la vida,
notario de la muerte, cuyo manto
abriga, descarnada y desabrida,
la infecunda semilla del espanto.

Mi juventud huyó despavorida,
sin saber hacia donde ni hasta cuando.
Imagino que el móvil de la huida
fue que quise volar y en sueños ando,
todavía soñando,
(¡temerario suicida!)
horizontes más anchos, alejando
el ocaso del orto de mi vida.

No habré de aterrizar: seguir volando
o estrellar esta onírica quimera
cuyas alas de suave pluma y cera
me siguen elevando
y siguen anegando
la niña de mis ojos, plañidera.
Penélope, no sigas esperando:
regresaré a la tierra cuando muera.

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