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EpÍstola cuarta de jovino a anfriso - Poemas de Gaspar Melchor de Jovellanos



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EpÍstola cuarta de jovino a anfriso
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008


       
Credibile est illi numen ineste loco.
      OVIDIO

Desde el oculto y venerable asilo,
do la virtud austera y penitente        
vive ignorada, y del liviano mundo
huida, en santa soledad se esconde,        
Jovino triste al venturoso Anfriso
salud en versos flébiles envía.        
Salud le envía a Anfriso, al que inspirado
de las mantuanas Musas, tal vez suele        
al grave son de su celeste canto
precipitar del viejo Manzanares
el curso perezoso, tal süave        
suele ablandar con amorosa lira
la altiva condición de sus zagalas.        

¡Pluguiera a Dios, oh Anfriso, que el cuitado
a quien no dio la suerte tal ventura        
pudiese huir del mundo y sus peligros!
¡Pluguiera a Dios, pues ya con su barquilla        
logró arribar a puerto tan seguro,
que esconderla supiera en este abrigo,        
a tanta luz y ejemplos enseñado!
Huyera así la furia tempestuosa
de los contrarios vientos, los escollos        
y las fieras borrascas, tantas veces
entre sustos y lágrimas corridas.        
Así también del mundanal tumulto
lejos, y en estos montes guarecido,        
alguna vez gozara del reposo,
que hoy desterrado de su pecho vive.        

Mas, ¡ay de aquel que hasta en el santo asilo
de la virtud arrastra la cadena,        
la pesada cadena con que el mundo
oprime a sus esclavos! ¡Ay del triste        
en cuyo oído suena con espanto,
por esta oculta soledad rompiendo,        
de su señor el imperioso grito!

Busco en estas moradas silenciosas        
el reposo y la paz que aquí se esconden,
y sólo encuentro la inquietud funesta        
que mis sentidos y razón conturba.
Busco paz y reposo, pero en vano        
los busco, oh caro Anfriso, que estos dones,
herencia santa que al partir del mundo        
dejó Bruno en sus hijos vinculada,
nunca en profano corazón entraron,        
ni a los parciales del placer se dieron.

Conozco bien que fuera de este asilo        
sólo me guarda el mundo sinrazones,
vanos deseos, duros desengaños,        
susto y dolor; empero todavía
a entrar en él no puedo resolverme.        
No puedo resolverme, y despechado,
sigo el impulso del fatal destino,        
que a muy más dura esclavitud me guía.
Sigo su fiero impulso, y llevo siempre        
por todas partes los pesados grillos,
que de la ansiada libertad me privan.        

De afán y angustia el pecho traspasado,
pido a la muda soledad consuelo        
y con dolientes quejas la importuno.
Salgo al ameno valle, subo al monte,        
sigo del claro río las corrientes,
busco la fresca y deleitosa sombra,        
corro por todas partes, y no encuentro
en parte alguna la quietud perdida.        
¡Ay, Anfriso, qué escenas a mis ojos,
cansados de llorar, presenta el cielo!        
Rodeado de frondosos y altos montes
se extiende un valle, que de mil delicias        
con sabia mano ornó Naturaleza.

Pártele en dos mitades, despeñado        
de las vecinas rocas, el Lozoya,
por su pesca famoso y dulces aguas.        
Del claro río sobre el verde margen
crecen frondosos álamos, que al cielo        
ya erguidos alzan las plateadas copas
o ya sobre las aguas encorvados,        
en mil figuras miran con asombro
su forma en los cristales retratada.        

De la siniestra orilla un bosque ombrío
hasta la falda del vecino monte        
se extiende, tan ameno y delicioso,
que le hubiera juzgado el gentilismo        
morada de algún dios, o a los misterios
de las silvanas dríadas guardado.        
Aquí encamino mis inciertos pasos
y en su recinto ombrío y silencioso,        
mansión la más conforme para un triste,
entro a pensar en mi crüel destino.        
La grata soledad, la dulce sombra,
el aire blando y el silencio mudo        
mi desventura y mi dolor adulan.

No alcanza aquí del padre de las luces        
el rayo acechador, ni su reflejo
viene a cubrir de confusión el rostro        
de un infeliz en su dolor sumido.
El canto de las aves no interrumpe        
aquí tampoco la quietud de un triste,
pues sólo de la viuda tortolilla        
se oye tal vez el lastimero arrullo,
tal vez el melancólico trinado        
de la angustiada y dulce Filomena.

Con blando impulso el céfiro suave,        
las copas de los árboles moviendo,
recrea el alma con el manso ruido;        
mientras al dulce soplo desprendidas
las agostadas hojas, revolando,        
bajan en lentos círculos al suelo;
cúbrenle en torno, y la frondosa pompa        
que al árbol adornara en primavera,
yace marchita, y muestra los rigores        
del abrasado estío y seco otoño.

¡Así también de juventud lozana        
pasan, oh Anfriso, las livianas dichas!
Un soplo de inconstancia, de fastidio        
o de capricho femenil las tala
y lleva por el aire, cual las hojas        
de los frondosos árboles caídas.
Ciegos empero y tras su vana sombra        
de contino exhalados, en pos de ellas
corremos hasta hallar el precipicio,        
do nuestro error y su ilusión nos guían.

Volamos en pos de ellas, como suele        
volar a la dulzura del reclamo
incauto el pajarillo. Entre las hojas        
el preparado visco le detiene;
lucha cautivo por huir y en vano
porque un traidor, que en asechanza atisba,        
con mano infiel la libertad le roba
y a muerte le condena, o cárcel dura.        

¡Ah, dichoso el mortal de cuyos ojos
un pronto desengaño corrió el velo        
de la ciega ilusión! ¡Una y mil veces
dichoso el solitario penitente,        
que, triunfando del mundo y de sí mismo,
vive en la soledad libre y contento!        
Unido a Dios por medio de la santa
contemplación, le goza ya en la tierra,        
y retirado en su tranquilo albergue,
observa reflexivo los milagros        
de la naturaleza, sin que nunca
turben el susto ni el dolor su pecho.        

Regálanle las aves con su canto
mientras la aurora sale refulgente        
a cubrir de alegría y luz el mundo.
Nácele siempre el sol claro y brillante,        
y nunca a él levanta conturbados
sus ojos, ora en el oriente raye,        
ora del cielo a la mitad subiendo
en pompa guíe el reluciente carro,        
ora con tibia luz, más perezoso,
su faz esconda en los vecinos montes.        

Cuando en las claras noches cuidadoso
vuelve desde los santos ejercicios,        
la plateada luna en lo más alto
del cielo mueve la luciente rueda        
con augusto silencio; y recreando
con blando resplandor su humilde vista,        
eleva su razón, y la dispone
a contemplar la alteza y la inefable        
gloria del Padre y Criador del mundo.

Libre de los cuidados enojosos,        
que en los palacios y dorados techos
nos turban de contino, y entregado        
a la inefable y justa Providencia,
si al breve sueño alguna pausa pide        
de sus santas tareas, obediente
viene a cerrar sus párpados el sueño        
con mano amiga, y de su lado ahuyenta
el susto y las fantasmas de la noche.        

¡Oh suerte venturosa, a los amigos
de la virtud guardada! ¡Oh dicha, nunca        
de los tristes mundanos conocida!
¡Oh monte impenetrable! ¡Oh bosque ombrío!        
¡Oh valle deleitoso! ¡Oh solitaria
taciturna mansión! ¡Oh quién, del alto        
y proceloso mar del mundo huyendo
a vuestra eterna calma, aquí seguro        
vivir pudiera siempre, y escondido!

Tales cosas revuelvo en mi memoria,        
en esta triste soledad sumido.
Llega en tanto la noche y con su manto        
cobija el ancho mundo. Vuelvo entonces
a los medrosos claustros. De una escasa        
luz el distante y pálido reflejo
guía por ellos mis inciertos pasos;        
y en medio del horror y del silencio,
¡oh fuerza del ejemplo portentosa!,        
mi corazón palpita, en mi cabeza
se erizan los cabellos, se estremecen        
mis carnes y discurre por mis nervios
un súbito rigor que los embarga.        

Parece que oigo que del centro oscuro
sale una voz tremenda, que rompiendo        
el eterno silencio, así me dice:
«Huye de aquí, profano, tú que llevas        
de ideas mundanales lleno el pecho,
huye de esta morada, do se albergan        
con la virtud humilde y silenciosa
sus escogidos; huye y no profanes        
con tu planta sacrílega este asilo.»

De aviso tal al golpe confundido,        
con paso vacilante voy cruzando
los pavorosos tránsitos, y llego
por fin a mi morada, donde ni hallo        
el ansiado reposo, ni recobran
la suspirada calma mis sentidos.
       
Lleno de congojosos pensamientos
paso la triste y perezosa noche
en molesta vigilia, sin que llegue        
a mis ojos el sueño, ni interrumpan
sus regalados bálsamos mi pena.        
Vuelve por fin con la risueña aurora
la luz aborrecida, y en pos de ella        
el claro día a publicar mi llanto
dar nueva materia al dolor mío.

                                   




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