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SÁtira primera a arnesto - Poemas de Gaspar Melchor de Jovellanos



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SÁtira primera a arnesto
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008

Quis tam patiens ut teneat se?        
      Juvenal


Déjame, Arnesto, déjame que llore
los fieros males de mi patria, deja        
que su ruïna y perdición lamente;
y si no quieres que en el centro obscuro        
de esta prisión la pena me consuma,
déjame al menos que levante el grito        
contra el desorden; deja que a la tinta
mezclando hiel y acíbar, siga indócil        
mi pluma el vuelo del bufón de Aquino.

¡Oh cuánto rostro veo a mi censura        
de palidez y de rubor cubierto!
Ánimo, amigos, nadie tema, nadie,        
su punzante aguijón, que yo persigo
en mi sátira al vicio, no al vicioso.        
¿Y qué querrá decir que en algún verso,
encrespada la bilis, tire un rasgo        
que el vulgo crea que señala a Alcinda,
la que olvidando su orgullosa suerte,        
baja vestida al Prado, cual pudiera
una maja, con trueno y rascamoño        
alta la ropa, erguida la caramba,
cubierta de un cendal más transparente        
que su intención, a ojeadas y meneos
la turba de los tontos concitando?        
¿Podrá sentir que un dedo malicioso,
apuntando este verso, la señale?        

Ya la notoriedad es el más noble
atributo del vicio, y nuestras Julias,        
más que ser malas, quieren parecerlo.
Hubo un tiempo en que andaba la modestia        
dorando los delitos; hubo un tiempo
en que el recato tímido cubría        
la fealdad del vicio; pero huyóse
el pudor a vivir en las cabañas.        
Con él huyeron los dichosos días,
que ya no volverán; huyó aquel siglo        
en que aun las necias burlas de un marido
las Bascuñanas crédulas tragaban;        
mas hoy Alcinda desayuna al suyo
con ruedas de molino; triunfa, gasta,        
pasa saltando las eternas noches
del crudo enero, y cuando el sol tardío        
rompe el oriente, admírala golpeando,
cual si fuese una extraña, al propio quicio.        

Entra barriendo con la undosa falda
la alfombra; aquí y allí cintas y plumas        
del enorme tocado siembra, y sigue
con débil paso soñolienta y mustia,        
yendo aún Fabio de su mano asido,
hasta la alcoba, donde a pierna suelta        
ronca el cornudo y sueña que es dichoso.
Ni el sudor frío, ni el hedor, ni el rancio        
eructo le perturban. A su hora
despierta el necio; silencioso deja        
la profanada holanda, y guarda atento
a su asesina el sueño mal seguro.        
¡Cuántas, oh Alcinda, a la coyunda uncidas
tu suerte envidian! ¡Cuántas de Himeneo        
buscan el yugo por lograr tu suerte,
y sin que invoquen la razón, ni pese        
su corazón los méritos del novio,
el sí pronuncian y la mano alargan        
al primero que llega! ¡Qué de males
esta maldita ceguedad no aborta!        

Veo apagadas las nupciales teas
por la discordia con infame soplo        
al pie del mismo altar, y en el tumulto,
brindis y vivas de la tornaboda,        
una indiscreta lágrima predice
guerras y oprobrios a los mal unidos.        
Veo por mano temeraria roto
el velo conyugal, y que corriendo
con la impudente frente levantada,        
va el adulterio de una casa en otra.
Zumba, festeja, ríe, y descarado        
canta sus triunfos, que tal vez celebra
un necio esposo, y tal del hombre honrado        
hieren con dardo penetrante el pecho,
su vida abrevian, y en la negra tumba        
su error, su afrenta y su despecho esconden.

¡Oh viles almas! ¡Oh virtud! ¡Oh leyes!        
¡Oh pundonor mortífero! ¿Qué causa
te hizo fiar a guardas tan infieles        
tan preciado tesoro? ¿Quién, oh Temis,
tu brazo sobornó? Le mueves cruda        
contra las tristes víctimas que arrastra
la desnudez o el desamparo al vicio;        
contra la débil huérfana, del hambre
y del oro acosada, o al halago,        
la seducción y el tierno amor rendida;
la expilas, la deshonras, la condenas        
a incierta y dura reclusión. ¡Y en tanto
ves indolente en los dorados techos        
cobijado el desorden, o le sufres
salir en triunfo por las anchas plazas,        
la virtud y el honor escarneciendo!

¡Oh infamia! ¡Oh siglo! ¡Oh corrupción! Matronas        
castellanas, ¿quién pudo vuestro claro
pundonor eclipsar? ¿Quién de Lucrecias        
en Lais os volvió? ¿Ni el proceloso
océano, ni, lleno de peligros,        
el Lilibeo, ni las arduas cumbres
de Pirene pudieron guareceros
de contagio fatal? Zarpa, preñada        
de oro, la nao gaditana, aporta
a las orillas gálicas, y vuelve
llena de objetos fútiles y vanos;        
y entre los signos de extranjera pompa
ponzoña esconde y corrupción, compradas        
con el sudor de las iberas frentes.

Y tú, mísera España, tú la esperas        
sobre la playa, y con afán recoges
la pestilente carga y la repartes        
alegre entre tus hijos. Viles plumas,
gasas y cintas, flores y penachos,        
te trae en cambio de la sangre tuya,
de tu sangre ¡oh baldón!, y acaso, acaso        
de tu virtud y honestidad. Repara
cuál la liviana juventud los busca.        
Mira cuál va con ellos engreída
la imprudente doncella; su cabeza,        
cual nave real en triunfo empavesada,
vana presenta del favonio al soplo        
la mies de plumas y de agrones, y anda
loca, buscando en la lisonja el premio        
de su indiscreto afán. ¡Ay triste, guarte,
guarte, que está cercano el precipicio!        

El astuto amador ya en asechanza
te atisba y sigue con lascivos ojos;        
la educación y la caricia el lazo
te van a armar, do caerás incauta,        
en él tu oprobrio y perdición hallando.
¡Ay, cuánto, cuánto de amargura y lloro        
te costarán tus galas! ¡Cuán tardío
será y estéril tu arrepentimiento!        
Ya ni el rico Brasil, ni las cavernas
del nunca exhausto Potosí nos bastan        
a saciar el hidrópico deseo,
la ansiosa sed de vanidad y pompa.
Todo lo agotan: cuesta un sombrerillo        
lo que antes un estado, y se consume
en un festín la dote de una infanta.        
Todo lo tragan; la riqueza unida
va a la indigencia; pide y pordiosea        
el noble, engaña, empeña, malbarata,
quiebra y perece, y el logrero goza        
los pingües patrimonios, premio un día
del generoso afán de altos abuelos.        

¡Oh ultraje! ¡Oh mengua! Todo se trafica:
parentesco, amistad, favor, influjo,        
y hasta el honor, depósito sagrado,
o se vende o se compra. Y tú, Belleza,        
don el más grato que dio al hombre el cielo,
no eres ya premio del valor, ni paga        
del peregrino ingenio; la florida
juventud, la ternura, el rendimiento        
del constante amador ya no te alcanzan.
Ya ni te das al corazón, ni sabes        
de él recibir adoración y ofrendas.
Ríndeste al oro. La vejez hedionda,        
la sucia palidez, la faz adusta,
fiera y terrible, con igual derecho        
vienen sin susto a negociar contigo.
Daste al barato, y tu rosada frente,        
tus suaves besos y sus dulces brazos,
corona un tiempo del amor más puro,        
son ya una vil y torpe mercancía.

                                   




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