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La rosa de pasiÓn - Poemas de Gustavo Adolfo Becquer



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La rosa de pasiÓn
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008



Una tarde de  verano, y en un jardín de Toledo, me refirió esta singular historia una muchacha muy  buena y muy bonita.
  Mientras me explicaba el misterio de su forma  especial, besaba las hojas y los pistilos que iba arrancando uno a uno de la flor que da  su nombre a esta leyenda.
  Si yo la pudiera referir con el suave encanto y  la tierna sencillez que tenía en su boca, os conmovería como a mí me conmovió la  historia de la infeliz Sara.
  Ya que esto no es posible, ahí va lo que de  esta tradición se me acuerda en este instante.

I

  En una de las callejas más oscuras y tortuosas  de la ciudad imperial, empotrada y casi escondida entre la alta morisca de una antigua  parroquia mozárabe y los sombríos y blasonados muros de una casa solariega, tenía hace  muchos años su habitación, raquítica, tenebrosa y miserable como su dueño, un judío  Daniel Levi.
  Era este judío rencoroso y vengativo como todos los de su raza, pero más que ninguno  engañador e hipócrita.
  Dueño, según los rumores del vulgo, de una  inmensa fortuna, veíasele, no obstante, todo el día acurrucado en el sombrío portal de  su vivienda, componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos viejos o guarniciones  rotas, con las que traía un gran tráfico entre los truhanes del Zocodover, las  revendedoras del Postigo y los escuderos pobres.
Aborrecedor implacable de los cristianos y de cuanto a ellos pudiera pertenecer, jamás  pasó junto a un caballero principal o un canónigo de la primada sin quitarse una y hasta  diez veces el mugriento bonetillo que cubría su cabeza calva y amarillenta, ni acogió en  su tenducho a uno de sus habituales parroquianos sin agobiarle a fuerza de humildes  salutaciones acompañadas de aduladoras sonrisas.
  La sonrisa de Daniel había llegado a  hacerse proverbial en todo Toledo, y su mansedumbre, a prueba de las jugarretas pesadas y  las burlas y rechiflas de sus vecinos, no conocía límites.
  Inútilmente los muchachos, para  desesperarle, tiraban piedras a su tugurio; en vano los pajecillos y hasta los hombres de  armas del próximo palacio pretendían aburrirle con los nombres más injuriosos, o las  viejas devotas de la feligresía se santiguaban al pasar por el umbral de su puerta como  si viesen al mismo Lucifer en persona. Daniel sonreía eternamente con una sonrisa  extraña e indescriptible. Sus labios delgados y hundidos se dilataban a la sombra de su  nariz enorme y corva, como el pico de un aguilucho; y aunque de sus ojos pequeños,  verdes, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas brotaba una chispa de mal  reprimida cólera, seguía impasible golpeando con su martillo de hierro el yunque donde  aderezaba las mil baratijas mohosas y, al parecer, sin aplicación alguna de que se  componía su tráfico.
  Sobre la puerta de la casucha del judío  y dentro de un marco de azulejos de vivos colores, se abría un ajimez árabe, resto de  las antiguas construcciones de los moros toledanos. Alrededor de las caladas franjas del  ajimez, y enredándose por la columnilla de mármol que lo partía en dos huecos iguales,  subía desde el interior de la vivienda una de esas plantas trepadoras que se mecen verdes  y llenas de savia y lozanía sobre los ennegrecidos muros de los edificios ruinosos.
  En la parte de la casa que recibía una  dudosa luz por los estrechos vanos de aquel ajimez, único abierto en el musgoso y  agrietado paredón de la caIleja, habitaba Sara, la hija predilecta de Daniel.
  Cuando los vecinos del barrio pasaban por  delante de la tienda del judío y veían por casualidad a Sara tras una de las celosías  de su ajimez morisco ya Daniel acurrucado junto a su yunque, exclamaban en voz alta,  admirados de las perfecciones de la hebrea:
  -¡Parece mentira que tan ruin tronco haya dado  de sí tan hermoso vástago!
  Porque, en efecto, Sara era un prodigio de  belleza. Tenía los ojos grandes y rodeados de un sombrío cerco de pestañas negras, en  cuyo fondo brillaba el punto de luz de su ardiente pupila, como una estrella en el cielo  de una noche oscura. Sus labios, encendidos y rojos, parecían recortados hábilmente en  un paño de púrpura por las invisibles manos de un hada. Su tez era blanca, pálida y  transparente como el alabastro de la estatua de un sepulcro. Contaba apenas dieciséis  años, y ya se veía grabada en su rostro esa dulce tristeza de las inteligencias  precoces, y ya hinchaban su seno y esperaban de su boca esos suspiros que anuncian el vago  despertar del deseo.
  Los judíos más poderosos de la ciudad,  prendados de su maravillosa hermosura, la habían solicitado para esposa; pero la hebrea,  insensible a los homenajes de sus adoradores y a los consejos de su
padre, que la instaba para que eligiese un compañero antes de quedar sola en el mundo, se  mantenía
encerrada en un profundo silencio, sin dar más razón de su extraña conducta que el  capricho de permanecer libre. Al fin, un día, cansado de sufrir los desdenes de Sara y  sospechando que su eterna tristeza era indicio cierto de que su corazón abrigaba algún  secreto importante, uno de sus adoradores se
acercó a Daniel y le dijo:
  -¿Sabes, Daniel, que entre nuestros hermanos  se murmura de tu hija?
  El judío levantó un instante los ojos de su yunque,  suspendió su continuo martilleo y, sin mostrar la menor emoción, preguntó a su  interpelante:
  -¿Y qué dicen de ella?
  -Dicen -prosiguió su interlocutor-, dicen..., qué  sé yo..., muchas cosas..., entre otras, que tu hija está enamorada de un cristiano...  -Al llegar a este punto, el desdeñado amante de Sara se detuvo para
ver el efecto que sus palabras hacían en Daniel.
  Daniel levantó de nuevo sus ojos, le miró un rato  fijamente sin decir palabra, y bajando otra vez la vista para seguir su interrumpida  tarea, exclamó:
  -¿Y quién dice que eso no es una calumnia?
  -Quien los ha visto conversar más de una vez  en esta misma calle, mientras tú asistes al oculto sanedrín de nuestros rabinos  -insistió el joven hebreo admirado de que sus sospechas primero y después sus  afirmaciones no hiciesen mella en el ánimo de Daniel.
  Este, sin abandonar su ocupación, fija la mirada en  el yunque, sobre el que después de dejar a un lado el martillo, se ocupaba de bruñir el  broche de metal de una guarnición con una pequeña lima, comenzó a hablar en voz baja y  entrecortada, como si maquinalmente fuesen repitiendo sus labios las ideas que cruzaban  por su mente.
  -¡Je! ¡Je! ¡Je! -decía riéndose de una manera  extraña y diabólica-. ¿Conque a mi Sara, el orgullo de la tribu, el báculo en  que se apoya mi vejez, piensa arrebatármela un perro cristiano?... ¿Y vosotros  creéis que lo hará? ¡Je! ¡Je! -continuaba hablando para sí y siempre riéndose,  mientras la lima chirriaba cada vez con más fuerza, mordiendo el metal con sus dientes de  acero-. ¡Je! ¡Je! Pobre Daniel, dirán los míos, ¡ya chochea! ¿Para qué quiere ese  viejo moribundo y decrépito esa hija tan hermosa y tan
joven, si no sabe resguardarla de los codiciosos ojos de nuestros enemigos?... ¡Je! ¡Je!  ¡Je! ¿Crees tú
por ventura que Daniel duerme? ¿Crees tú por ventura que si mi hija tiene un amante...,  que bien puede ser, y ese amante es cristiano y procura seducirla, y la seduce, que todo  es posible, y proyecta huir con ella, que también es fácil, y huye mañana, por ejemplo,  lo cual cabe dentro de lo humano, crees tú que Daniel se dejará así arrebatar su  tesoro, crees tú que no sabrá vengarse?
  -Pero -exclamó, interrumpiendo el joven- ¿sabeis  acaso...?
  -Sé -dijo Daniel, levantándose y dándole un golpecito en la  espalda-, sé más que tú, que nada sabes ni nada sabrías si no hubiese llegado la hora  de decirlo todo... Adiós; avisa a nuestros hermanos para que cuanto antes se reúnan.  Esta noche, dentro de una o dos horas, yo estaré con ellos. jAdiós!
  Y esto diciendo, Daniel empujó suavemente a su interlocutor  hacia la calle, recogió sus trebejos muy despacio, y comenzó a cerrar con dobles  cerrojos y aldabas la puerta de la tiendecilla.
El ruido que produjo ésta al encajarse rechinando sobre sus premisos goznes, impidió al  que se alejaba oír el rumor de las celosías del ajimez, que en aquel punto cayeron de  golpe, como si la judía acabara de retirarse de su alféizar.

II

  Era la noche de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo, después de haber asistido a  las tinieblas en su magnífica catedral, acababan de entregarse al sueño, o referían al  amor de la lumbre consejas parecidas a la del Cristo de la luz, que, robado por unos  judíos, dejó un rastro de sangre por el cual se descubrió el crimen, o la historia del  Santo niño de la Guarda, en quien los implacables enemigos de nuestra fe renovaron la  cruel pasión de Jesús. Reinaba en la ciudad un silencio profundo, interrumpido a  intervalos, ya por las lejanas voces de los guardianes nocturnos que en aquella época  celaban en derredor del alcázar, ya por los gemidos del viento que hacía girar las  veletas de las torres o zumbaba entre las torcidas revueltas de las calles, cuando el  dueño de un barquichuelo que se mecía amarrado a un poste cerca de los molinos, que  parecen como incrustados al pie de las rocas que baña el Tajo y sobre las que se asienta  la ciudad, vio aproximarse a la orilla, bajando trabajosamente por uno de los estrechos  senderos que desde lo alto de los muros conducen al río, a una persona a quien al parecer  aguardaba con impaciencia.
  -¡Ella es! -murmuró entre dientes el barquero-. ¡No parece sino que  esta noche anda revuelta toda esa endiablada raza de judíos!... ¿Dónde diantres se  tendrán dada cita con Satanás, que todos acuden a mi barca teniendo tan cerca el  puente?... No, no irán a nada bueno, cuando así evitan toparse de manos a boca con los  hombres de armas de San Servando...; pero, en fin, ello es que me dan buenos dineros a  ganar, y a su alma su palma, que yo en nada entro ni salgo.
  Esto diciendo el buen hombre, sentándose en su barca aparejó los remos, y  cuando Sara, que no era otra la persona a quien al parecer había aguardado hasta  entonces, hubo saltado al barquichuelo, soltó la amarra que lo sujetaba y comenzó a  bogar en dirección a la orilla opuesta.
  -¿Cuántos han pasado esta noche? -preguntó Sara al barquero apenas se  hubieron alejado de los molinos y como refiriéndose a algo de que ya habían tratado  anteriormente.
  -Ni los he podido contar -respondió el interpelado-; ¡un enjambre!...  Parece que esta noche será la última que se reúnen.
  -¿Y sabes de qué tratan y con qué objeto abandonan la ciudad a estas  horas?
  -Lo ignoro...; pero ello es que aguardan a alguien que debe llegar esta  noche... Yo no sé para qué le aguardarán, aunque presumo que para nada bueno.
  Después de este breve diálogo, Sara se mantuvo algunos instantes sumida en un  profundo silencio y como tratando de coordinar sus ideas. «No hay duda -pensaba entre  sí-; mi padre ha sorprendido nuestro amor y prepara alguna venganza horrible. Es preciso  que yo sepa a dónde van, qué
hacen, qué intentan. Un momento de vacilación podría perderle.»
  Cuando Sara se puso un instante de pie, y como para alejar las horribles dudas que  la preocupaban se pasó la mano por la frente, que la angustia había cubierto de un sudor  glacial, la barca tocaba a la orilla opuesta.
  -Bueno hombre -dijo la hermosa hebrea arrojando algunas monedas a su conductor y  señalando un camino estrecho que subía serpenteando por entre las rocas-, ¿es ése el  camino que siguen?
  -Ese es, y cuando llegan a la Cabeza del Moro desaparecen por la izquierda. Después el  diablo y ellos sabrán a dónde se dirigen -respondió el barquero.
  Sara se alejó en la dirección que éste le había indicado. Durante algunos minutos se  la vio aparecer y desaparecer alternativamente entre aquel oscuro laberinto de rocas  oscuras y cortadas a pico; después, y cuando hubo llegado a la cima llamada la Cabeza del  Moro, su negra silueta se dibujó un instante sobre el fondo azul del cielo, y por último  desapareció entre las sombras de la noche.

III


  Siguiendo el camino donde hoy se encuentra la pintoresca ermita de la Virgen del Valle, y  como a dos tiros de ballesta del picacho que el vulgo conoce en Toledo por la Cabeza del  Moro, existían aún en aquella época los ruinosos restos de una iglesia bizantina,  anterior a la conquista de los árabes.
  En el atrio que dibujaban algunos pedruscos diseminados por el suelo, crecían zarzales y  hierbas parásitas, entre los que yacían medio ocultos, ya el destrozado capitel de una  columna, ya un sillar groseramente esculpido con hojas entrelazadas, endriagos horribles y  grotescos de informes figuras
humanas. Del templo sólo quedaban en pie los muros laterales y algunos arcos rotos y  cubiertos de hiedra.
  Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural presentimiento, al llegar al punto que le  había señalado su conductor, vaciló algunos instantes, indecisa acerca del camino que  debía seguir; pero, por último, se dirigió con paso firme y resuelto hacia las  abandonadas ruinas de la iglesia.
  En efecto, su instinto no la había engañado. Daniel, que ya no sonreía, Daniel que no  era ya el viejo débil y humilde, sino que antes bien, despidiendo cólera de sus  pequeños y redondos ojos,
parecía animado del espíritu de la venganza, rodeado de una multitud, como él, ávida  de saciar su sed de odio en uno de los enemigos de su religión, estaba allí y parecía  multiplicarse dando órdenes a los unos, animando en el trabajo a los otros, disponiendo,  en fin, con una horrible solicitud de aprestos necesarios para la consumación de la  espantosa obra que había estado meditando días y días mientras golpeaba impasible el  yunque en su covacha de Toledo.
  Sara, que a favor de la oscuridad había logrado llegar hasta el atrio de la iglesia, tuvo  que hacer un esfuerzo supremo para no arrojar un grito de horror al penetrar en su  interior con la mirada. Al rojizo resplandor de una fogata que proyectaba la forma de  aquel círculo infernal en los muros del templo, había creído ver que algunos hacían  esfuerzos por levantar en alto una pesada cruz, mientras otros tejían una corona con las  ramas de los zarzales y aplastaban sobre una piedra las puntas de enormes clavos de  hierro. Una idea espantosa cruzó por su mente; recordó que a los de su raza los habían  acusado una vez de misteriosos crímenes; recordó vagamente la aterradora historia del  Niño Crucificado, que ella hasta entonces había creído una grosera calumnia, inventada  por el vulgo para apostrofar y zaherir a los hebreos.
  Pero ya no le cabía duda alguna: allí, delante de sus ojos, estaban aquellos horribles  instrumentos de martirio, y los feroces verdugos sólo aguardaban la víctima.
  Sara, llena de una santa indignación, rebosando en generosa ira y animada de esa fe  inquebrantable en el verdadero Dios que su amante le había revelado, no pudo contenerse a  la vista de aquel espectáculo, y rompiendo por entre la maleza que la ocultaba,  presentóse de improviso en el umbral
del templo.
  Al verla aparecer, los judíos arrojaron un grito de sorpresa; Daniel, dando un paso hacia  su hija en ademán amenazador, le preguntó con voz ronca:
  -¿Qué buscas aquí, desdichada?
  -Vengo a arrojar sobre vuestras frentes -dijo Sara con voz firme y resuelta- todo el  baldón de vuestra infame obra, y vengo a deciros que en vano esperáis la víctima para  el sacrificio, si ya no es que intentáis cebar en mí vuestra sed de sangre, porque el  cristiano a quien aguardáis no vendrá, porque yo le he prevenido de vuestras asechanzas.
  -¡Sara! -exclamó el judío, rugiendo de cólera-. Sara, eso no es verdad; tú no puedes  habernos hecho traición hasta el punto de revelar nuestros misteriosos ritos; y si es  verdad que los has revelado, tú no eres mi hija...
  -No; ya no lo soy: he encontrado otro padre, un padre todo amor para los suyos, un padre a  quien vosotros enclavásteis en una afrentosa cruz, y que murió en ella por redimirnos,  abriéndonos por la eternidad las puertas del cielo. No; ya no soy vuestra hija, porque  soy cristiana y me avergüenzo de
mi origen.
  Al oír estas palabras, pronunciadas con esa enérgica entereza que sólo pone el cielo en  boca de los mártires, Daniel, ciego de furor, se arrojó sobre la hermosa hebrea, y  derribándola en tierra y asiéndola por los cabellos, la arrastró como poseído de un  espíritu infernal hasta el pie de la cruz, que parecía abrir sus descarnados brazos para  recibirla, exclamando al dirigirse a los que les rodeaban:
  -Ahí os la entrego; haced vosotros justicia de esa infame, que ha vendido su honra, su  religión y a sus hermanos.

IV


  Al día siguiente, cuando las campanas de la catedral atronaban los aires tocando a  gloria, y los honrados vecinos de Toledo se entretenían en tirar ballestazos a los  judíos de paja, ni más ni menos que como todavía lo hacen en algunas de nuestras  poblaciones, Daniel abrió la puerta de su tenducho, como tenía de costumbre, y con su  eterna sonrisa en los labios comenzó a saludar a los que pasaban, sin dejar por eso de  golpear en el yunque con su martillo de hierro; pero las celosías del morisco ajimez de  Sara no volvieron a abrirse, ni nadie vio más a la hermosa hebrea recostada en su  alféizar de azulejos de colores.

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  Cuentan que algunos años después un pastor trajo al arzobispo una flor hasta entonces  nunca vista, en la cual se veían figurados todos los atributos del martirio del Salvador;  flor extraña y misteriosa que había crecido y enredado sus tallos por entre los uinosos  muros de la derruida iglesia.
  Cavando en aquel lugar y tratando de inquirir el origen de aquella maravilla, añaden que  se halló el esqueleto de una mujer y enterrados con ella otros tantos atributos como la  flor tenía.
  El cadáver, aunque nunca se pudo averiguar de quién era, se conservó por largos años  con veneración especial en la ermita de San Pedro, y la flor, que hoy se ha hecho  bastante común, se llama Rosa de Pasión.




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