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A buen juez, mejor testigo - Poemas de José Zorrilla



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Categoría: Poemas de Amor
A buen juez, mejor testigo
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008

Tradición de Toledo

I
Entre pardos nubarrones
pasando la blanca luna               
con resplandor fugitivo,
la baja tierra no alumbra.
La brisa con frescas alas               
juguetona no murmura,
y las veletas no giran
entre la cruz y la cúpula.
Tal vez un pálido rayo               
la opaca atmósfera cruza,
y unas en otras las sombras
confundidas se dibujan.               
Las almenas de las torres
un momento se columbran
como lanzas de soldados               
apostados en la altura.
Reverberan los cristales
la trémula llama turbia,
y un instante entre las rocas               
ríela la fuente oculta.
Los álamos de la vega
parecen en la espesura               
de fantasmas apiñados
medrosa y gigante turba;
y alguna vez desprendida
gotea pesada lluvia,
que no despierta a quien duerme,
ni a quien medita importuna.               
Yace Toledo en el sueño
entre las sombras confusas,
y el Tajo a sus pies pasando               
con pardas ondas la arrulla.
El monótono murmullo
sonar perdido se escucha,               
cual si por las hondas calles
hirviera del mar la espuma.
¡Qué dulce es dormir en calma               
cuando a lo lejos susurran
los álamos que se mecen,
las aguas que se derrumban!               
Se sueñan bellos fantasmas
que el sueño del triste endulzan,
y en tanto que sueña el triste,               
no le aqueja su amargura.
Tan en calma y tan sombría
como la noche que enluta               
la esquina en que desemboca
una callejuela oculta,
se ve de un hombre que aguarda               
la vigilante figura,
y tan a la sombra vela
que entre las sombras se ofusca.
Frente por frente a sus ojos
un balcón a poca altura               
deja escapar por los vidrios
la luz que dentro le alumbra;
mas ni en el claro aposento,               
ni en la callejuela oscura
el silencio de la noche
rumor sospechoso turba.               
Pasó así tan largo tiempo
que pudiera haberse duda
de si es hombre, o solamente               
mentida ilusión nocturna;
pero es hombre, y bien se ve,
porque con planta segura               
ganando el centro a la calle
resuelto y audaz pregunta:
",Quién va?", y a corta distancia               
el igual compás se escucha
de un caballo que sacude
las sonoras herraduras.
-"Quién va?" - repite, y cercana               
otra voz menos robusta
responde : "Un hidalgo, ¡calle!"               
Y el paso el bruto apresura.
-Téngase el hidalgo - el hombre
replica, y la espada empuña.               
-Ved más bien si me haréis calle
-repusieron con mesura
que hasta hoy a nadie se tuvo               
Ibán de Vargas y Acuña.
-Pase el Acuña y perdone
dijo el mozo en faz de fuga,               
pues teniéndose el embozo
sopla un silbato, y se oculta.
Paró el jinete a una puerta,
y con precaución difusa salió
una niña al balcón               
que llama interior alumbra.
"¡Mi padre!", clamó en voz baja               
y el viejo en la cerradura metió
la llave pidiendo
a sus gentes que le acudan.               
Un negro por ambas bridas
tomó la cabalgadura,
cerróse detrás la puerta              
y quedó la calle muda.
En esto desde el balcón,
como quien tal acostumbra,               
un mancebo por las rejas
de la calle se asegura.
Asió el brazo al que apostado
hizo cara a Ibán de Acuña,              
y huyeron con el embozo
velando la catadura.


II
Clara, apacible y serena               
pasa la siguiente tarde,
y el sol tocando a su ocaso
apaga su luz gigante:               
se ve la imperial Toledo
dorada por los remates
como una ciudad de grana               
coronada de cristales.
El Tajo por entre rocas
sus anchos cimientos lame,               
dibujando en las arenas
las ondas con que las bate.
Y la ciudad se retrata
en las ondas desiguales,
como en prenda de que el río               
tan afanoso la bañe.
A lo lejos en la vega
tiende galán por sus márgenes               
de sus álamos y huertos
el pintoresco ropaje,
y porque su altiva gala               
más que a los ojos halague,
la salpica con escombros
de castillos y de alcázares.               
Un recuerdo es cada piedra
que toda una historia vale,
cada colina un secreto               
de príncipes o galanes.
Aquí se bañó la hermosa
por quien dejó un rey culpable               
amor, fama, reino y vida
en manos de musulmanes.
Allí recibió Galiana               
a su receloso amante
en esa cuesta que entonces
era un plantel Me azahares.
Allá por aquella torre
que hicieron puerta los árabes               
subió el Cid sobre Babieca
con su gente y su estandarte.
Más lejos se ve al castillo               
de San Servando o Cervantes,
donde nada se hizo nunca
y nada al presente se hace.               
A este lado está la almena
por do sacó vigilante
el conde don Peranzules              
al rey, que supo una tarde
fingir tan tenaz modorra
que político y constante,               
tuvo siempre el brazo quedo
las palmas al horadarle.
Allí está el circo romano,
gran cifra de un pueblo grande,               
y aquí la antigua basílica
de bizantinos pilares,
que oyó en el primer concilio               
las palabras de los padres
que velaron por la Iglesia
perseguida o vacilante.               
La sombra en este momento
tiende sus turbios cendales
por todas esas memorias               
de las pasadas edades,
y del Cambrón y Visagra
los caminos desiguales,               
camino a los toledanos
hacia las murallas abren.
Los labradores se acercan
al fuego de sus hogares,               
cargados con sus aperos,
cansados de sus afanes.
Los ricos y sedentarios               
se tornan con paso grave
calado el ancho sombrero,
abrochados los gabanes,
y los clérigos y monjes               
y los prelados y abades
sacudiendo el leve polvo
de capelos y sayales.              
Quédase solo un mancebo
de impetuosos ademanes
que se pasea ocultando               
entre la capa el semblante.
Los que pasan le contemplan
con decisión de evitarle,
y él contempla a los que pasan               
como si a alguien aguardase.
Los tímidos aceleran
los pasos al divisarle,               
cual temiendo de seguro
que les proponga un combate ;
y los valientes le miran               
cual si sintieran dejarle
sin que libres sus estoques,
en riña sonora dancen.               
Una mujer también sola
se viene el llano adelante
la luz del rostro escondida               
en tocas y tafetanes.
Mas en lo leve del paso
y en lo flexible del talle               
puede a través de los velos
una hermosa adivinarse.
Vase derecha al que aguarda              
y él al encuentro la sale
diciendo... cuanto se dicen
en las citas los amantes.               
Mas ella galanterías
dejando severa aparte,
así al mancebo interrumpe               
en voz decisiva y grave:
-Abreviemos de razones,
Diego Martínez ; mi padre,
que un hombre ha entrado en su ausencia               
dentro mi aposento sabe;
y así quien mancha mi honra
con la suya me la lave ;               
o dadme mano de esposo,
o libre de vos dejadme
Miróla Diego Martínez              
atentamente un instante,
y echando a un lado el embozo,
repuso palabras tales:               
-Dentro de un mes, Inés mía,
parto a la guerra de Flandes;
al año estaré de vuelta               
y contigo en los altares.
Honra que yo te deduzca
con honra mía se lave,               
que por honra vuelven honra
hidalgos que en honra nacen.
-Júralo - exclamó la niña.
-Más que mi palabra. vale
no te valdrá un juramento.
-Diego, la palabra es aire.               
-¡Vive Dios que estás tenaz!
Dalo por jurado y baste.
-No me basta, que olvidar               
puedes la palabra en Flandes.
-¡Voto a Dios!, ¿qué más pretendes?               
-Que a los pies de aquella imagen
lo jures como cristiano
del santo Cristo delante.               
Vaciló un poco Martínez,
mas porfiando que jurase
llevólo Inés hacia el templo              
que en medio de la vega yace.
Enclavado en un madero,
en duro y postrero trance,               
ceñida la sien de espinas,
descolorido el semblante,
víase allí un crucifijo               
teñido de negra sangre,
a quien Toledo devota
acude hoy en sus azares.               
Ante sus plantas divinas
llegaron ambos amantes,
y haciendo Inés que Martínez               
los sagrados pies tocase,
preguntóle
-Diego, ¿juras
a tu vuelta desposarme?               
Contestó el mozo
-¡ Sí, juro!
Y ambos del templo se salen.
              

III
Pasó un día y otro día,
un mes y otro mes pasó
y un año pasado había;               
mas de Flandes no volvía
Diego, que a Flandes partió.
Lloraba la bella Inés
su vuelta aguardando en vano;               
oraba un mes y otro mes
del crucifijo a los pies
do puso el galán su mano.               
Todas las tardes venía
después de traspuesto el sol,
y a Dios llorando pedía               
la vuelta del español,
y el español no volvía.
Y siempre al anochecer,               
sin dueña y sin escudero,
en un manto una mujer
el campo salía a ver               
al alto del Miradero.
¡Ay del triste que consume
su existencia en esperar!               
¡Ay del triste que presume
que el duelo con que él se abrume
al ausente ha de pesar!               
La esperanza es de los cielos
precioso y funesto don,
pues los amantes desvelos               
cambian la esperanza en celos,
que abrasan el corazón.
Si es cierto lo que se espera,               
es un consuelo en verdad,
pero siendo una quimera,
en tan frágil realidad
quien espera desespera.
Así Inés desesperaba
sin acabar de esperar,
y su tez se marchitaba,
y su llanto se secaba
para volver a brotar.
En vano a su confesor
pidió remedio o consejo
para aliviar su dolor;               
que mal se cura el amor
con las palabras de un viejo.
En vano a Ibán acudía,               
llorosa y desconsolada,
el padre no respondía,
que la lengua le tenía               
su propia deshonra atada.
Y ambos maldicen su estrella,
callando el padre severo               
y suspirando la bella,
porque nació mujer ella,
y el viejo nació altanero.               
Dos años al fin pasaron
en esperar y gemir,
y las guerras acabaron,               
y los de Flandes tornaron
a sus tierras a vivir.
Pasó un día y otro día,               
un mes y otro mes pasó,
y el tercer año corría;
Diego a Flandes se partió,
mas de Flandes no volvía.
Era una tarde serena;               
doraba el sol de Occidente
del Tajo la vega amena,
y apoyada en una almena               
miraba Inés la corriente.
Iban las tranquilas olas
las riberas azotando               
bajo las murallas solas,
musgo, espigas y amapolas
ligeramente doblando.               
Algún olmo que escondido
creció entre la yerba blanda,
sobre las aguas tendido               
se reflejaba perdido
en su cristalina banda.
Y algún ruiseñor colgado               
entre su fresca espesura
daba al aire embalsamado
su cántico regalado               
desde la enramada oscura.
Y algún pez con cien colores,
tornasolada la escama,               
saltaba a besar las flores
que exhalan gratos olores
a las puntas de una rama.
Y allá en el trémulo fondo               
el torreón se dibuja
como el contorno redondo
del hueco sombrío y hondo               
que habita nocturna bruja.
Así la niña lloraba
el rigor de su fortuna,
y así la tarde pasaba               
y al horizonte trepaba
la consoladora luna.
A lo lejos por el llano               
en confuso remolino,
vio de hombres tropel lejano
que en pardo polvo liviano               
dejan envuelto el camino.
Bajó Inés del torreón,
y llegando recelosa               
a las puertas del Cambrón,
sintió latir zozobrosa,
más inquieto el corazón.               
Tan galán como altanero
dejó ver la escasa luz
por bajo el arco primero               
un hidalgo caballero
en un caballo andaluz.
Jubón negro acuchillado,
banda azul, lazo en la hombrera,               
y sin pluma al diestro lado
el sombrero derribado
tocando con la gorguera.               
bombacho gris guarnecido,
bota de ante, espuela de oro,
hierro al cinto suspendido,               
y a una cadena prendido,
agudo cuchillo moro.
Vienen tras este jinete,               
sobre potros jerezanos,
de lanceros hasta siete,
y en la adarga y coselete
diez peones castellanos.
Asióse a su estribo Inés,               
gritando: "¿Diego, eres tú?"
Y él, viéndola de través,               
dijo: "¡Voto a Belcebú,
que no me acuerdo quién es!"
Dio la triste un alarido               
tal respuesta al escuchar,
y a poco perdió el sentido
sin que más voz ni gemido               
volviera en tierra a exhalar..
Frunciendo ambas a dos cejas,
encomendóla a su gente               
diciendo: "¡Malditas viejas
que a las mozas malamente
enloquecen con consejas!"               
Y aplicando el capitán
a su potro las espuelas,
el rostro a Toledo dan,               
y a trote cruzando van
las oscuras callejuelas.


IV
Así por sus altos fines               
dispone y permite el cielo
que puedan mudar al hombre
fortuna, poder y tiempo.
A Flandes partió Martínez
de soldado aventurero,
y por su suerte y hazañas               
allí capitán le hicieron.
Según alzaba en honores
alzábase en pensamientos,               
y tanto ayudó en la guerra
con su valor y altos hechos,
que el mismo rey a su vuelta               
le armó en Madrid caballero,
tomándole a su servicio
por capitán de lanceros.               
Y otro no fue que Martínez,
quien ha poco entró en Toledo,
tan orgulloso y ufano               
cual salió humilde y pequeño.
Ni es otro a quien se dirige,
cobrado el conocimiento,               
la amorosa Inés de Vargas,
que vive por él muriendo.
Mas él, que olvidando todo               
olvidó su nombre mesmo,
puesto que Diego Martínez
es el capitán don Diego,               
ni se ablanda a sus caricias,
ni cura de sus lamentos,
diciendo que son locuras               
de gente de poco seso;
que ni él prometió casarse
ni pensó jamás en ello.               
¡Tanto mudan a los hombres
fortuna, poder y tiempo!
En vano porfiaba Inés
con amenazas y ruegos;               
cuanto más ella importuna,
está Martínez severo.
Abrazada a sus rodillas,               
enmarañado el cabello,
la hermosa niña lloraba
prosternada por el suelo.               
Mas todo empeño es inútil,
porque el capitán don Diego
no ha de ser Diego Martínez,               
como lo era en otro tiempo.
Y así llamando a su gente,
de amor y piedad ajeno               
mandóles que a Inés llevaran
de grado o de valimento.
Mas ella antes que la asieran               
cesando un punto en su duelo,
así habló, el rostro lloroso
hacia Martínez volviendo:               
"Contigo se fue mi honra,
conmigo tu juramento;
pues buenas prendas son ambas               
en buen fiel las pesaremos."
Y la faz descolorida
en la mantilla envolviendo               
a pasos desatentados
salióse del aposento.


V
Era entonces en Toledo
por el rey gobernador
el justiciero y valiente
don Pedro Ruiz de Alarcón.
Muchos años por su patria
el buen viejo peleó;
cercenado tiene un brazo,
mas entero el corazón.
La mesa tiene delante,
los jueces en derredor,               
los corchetes a la puerta
y en la derecha el bastón.
Está, como presidente               
del tribunal superior,
entre un dosel y una alfombra
reclinado en un sillón,               
escuchando -con paciencia
la casi asmática voz
con que un tétrico escribano               
solfea una apelación.
Los asistentes bostezan
al murmullo arrullador;               
los jueces medio dormidos
hacen pliegues al ropón;
los escribanos repasan               
sus pergaminos al sol.
Los corchetes a una moza
guiñan en un corredor,
y abajo, en Zocodover,
gritan en discorde son
los que en el mercado venden               
lo vendido y el valor.
Una mujer en tal punto,
en faz de gran aflicción,               
rojos de llorar los ojos,
ronca de gemir la voz,
suelto el cabello y el manto,               
tomó plaza en el salón
diciendo a gritos: "¡Justicia,
jueces; justicia, señor!"
Y a los pies se arroja humilde,               
de don Pedro de Alarcón,
en tanto que los curiosos
se agitan alrededor.               
Alzóla cortés don Pedro
calmando la confusión
y el tumultuoso murmullo
que esta escena ocasionó,
diciendo
-Mujer, ¿qué quieres?
-Quiero justicia, señor.
-¿De qué?
-De una prenda hurtada.
-¿Qué prenda?
-Mi corazón.
-¿Tú le diste?
-Le presté.
-¿Y no te le han vuelto?
-No.
-¿Tienes testigos?
-Ninguno.
-¿ Y promesa?
-¡Sí, por Dios!
Que al partirse de Toledo
un juramento empeñó.
-¿Quién es él?
-Diego Martínez.
-¿ Noble?
-Y capitán, señor.
-Presentadme al capitán,
que cumplirá si juró.
Quedó en silencio la sala,
y a poco en el corredor
se oyó de botas y espuelas
el acompasado son.
Un portero, levantando               
el tapiz, en alta voz
dijo: "El capitán don Diego.
Y entró luego en el salón               
Diego Martínez, los ojos
llenos de orgullo y furor.
¿Sois el capitán don Diego               
-díjole don Pedro- vos?
Contestó altivo y sereno
Diego Martínez:
-Yo soy.               
-¿Conocéis a esta muchacha?
-Ha tres años, salvo error.
-¿Hicísteisla juramento               
de ser su marido?
-No.
-¿Juráis no haberlo jurado?
-Sí juro.
-Pues id con Dios.               
-¡Mientes! - clamó Inés llorando(
de despecho y de rubor.
-Mujer, ¡piensa lo que dices!               
-Digo que miente: juró.
¿Tienes testigos?
-Ninguno.
-Capitán, idos con Dios,               
y dispensad. que acusado,
dudara de vuestro honor.
Tornó Martínez la espalda               
con brusca satisfacción,
e Inés, que le vio partirse,
resuelta y firme gritó:               
-Llamadle, tengo un testigo.
Llamadle otra vez, señor.
Volvió el capitán don Diego,               
sentóse Ruiz de Alarcón,
la multitud aquietóse
y la de Vargas siguió:
-Tengo un testigo a quien nunca               
faltó verdad ni razón.
-¿Quién?
-Un hombre que de lejos
nuestras palabras oyó               
mirándonos desde arriba.
-¿Estaba en algún balcón?
-No, que estaba en un suplicio               
donde ha tiempo que expiró.
-¿Luego es muerto?
-No, que vive.
-Estáis loca, ¡vive Dios!
¿Quién fue?
-El Cristo de la Vega               
a cuya faz perjuró.
Pusiéronse en pie los jueces
al nombre del Redentor,
escuchando con asombro               
tan excelsa apelación.
Reinó un profundo silencio
de sorpresa y de pavor,
y Diego bajó los ojos
de vergüenza y confusión.               
Un instante con los jueces
don Pedro en secreto habló,
y levantóse diciendo               
con respetuosa voz:
"La ley es ley para todos;
tu testigo es el mejor,               
mas para tales testigos
no hay más tribunal que Dios.
Haremos ... lo que sepamos;               
escribano: al caer el sol,
al Cristo que está en la vega
tomaréis declaración."
              

VI
Es una tarde serena,
cuya luz tornasolada
del purpurino horizonte               
blandamente se derrama.
Plácido aroma las flores
sus hojas plegando exhalan,               
y el céfiro entre perfumes
mece las trémulas alas.
Brillan abajo en el valle
con suave rumor las aguas,
y las aves en la orilla               
despidiendo al día cantan.
Allá por el Miradero,
por el Cambrón y Visagra,               
confuso tropel de gente
del Tajo a la vega baja.
Vienen delante don Pedro               
de Alarcón, Ibán de Vargas,
su hija Inés, los escribanos,
los corchetes y los guardias;               
y detrás monjes, hidalgos,
mozas, chicos y canalla.
Otra turba de curiosos               
en la vega les aguarda,
cada cual comentariando
el caso según le cuadra.
Entre ellos está Martínez
en apostura bizarra,
calzadas espuelas de oro,
valona de encaje blanca,
bigote a la borgoñesa,
melena desmelenada,
el sombrero guarnecido
con cuatro lazos de plata,
un pie delante del otro,
y el puño en el de la espada.
Los plebeyos de reojo
le miran de entre las capas:
los chicos, al uniforme,
y las mozas a la cara.
Llegado el gobernador
y gente que le acompaña               
entraron todos al claustro
que iglesia y patio separa.
Encendieron ante el Cristo               
cuatro cirios y una lámpara,
y de hinojos un momento
le rezaron en vox baja.               
Está el Cristo de la Vega
la cruz en tierra posada,
los pies alzados del suelo               
poco menos que una vara;
hacia la severa imagen
un notario se adelanta,               
de modo que con el rostro
al pecho santo llegaba.
A un lado tiene a Martínez,
a otro lado a Inés de Vargas,               
detrás al gobernador
con sus jueces y sus guardias.
Después de leer dos veces               
la acusación entablada,
el notario a Jesucristo
así demandó en voz alta               
"Jesús, Hijo de María,
ante nos esta mañana
citado como testigo               
por boca de Inés de Vargas,
¿juráis ser cierto que un día
a vuestras divinas plantas
juró a Inés Diego Martínez               
por su mujer desposarla?"
Asida a un brazo desnudo
una mano atarazada
vino a posar en los autos               
la seca y hendida palma,
y allá en los aires ¡Sí, juro!,
clamó una voz más que humana.               
Alzó la turba medrosa
la vista a la imagen santa...
Los labios tenía abiertos               
y una mano desclavada.

CONCLUSIÓN
Las vanidades del mundo               
renunció allí mismo Inés,
y espantado de sí propio
Diego Martínez también.               
Los escribanos temblando
dieron de esta escena fe,
firmando como testigos               
cuantos hubieron poder.
Fundóse un aniversario
y una capilla con él,               
y don Pedro de Alarcón
el altar ordenó hacer
donde hasta el tiempo que corre               
y en cada año una vez,
con la mano desclavada
el crucifijo se ve.

                                                        




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