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Las elegÍas de duÍno - Poemas de Rainer Maria Rilke



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Las elegÍas de duÍno
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008

PRIMERA ELEGÍA
              
¿Quién, si yo gritara, me escucharía entre las órdenes
angélicas? Y aun si de repente algún ángel               
me apretara contra su corazón, me suprimiría
su existencia más fuerte. Pues la belleza no es nada               
sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces
de soportar, lo que sólo admiramos porque serenamente               
desdeña destrozarnos. Todo ángel es terrible.
Así que me contengo, y me ahogo el clamor de la garganta               
tenebrosa. Ay, ¿quién de veras podría ayudarnos? No
los ángeles, no los hombres, y ya saben los astutos               
animales que no nos sentimos muy seguros en casa,
dentro del mundo interpretado. Nos queda quizás               
algún árbol en la loma, al cual mirar todos los días;
nos queda la calle de ayer y la demorada lealtad               
de una costumbre, a la que le gustamos, y permaneció,
y no se fue. Oh, y la noche, y la noche, cuando el viento              
lleno de espacio cósmico nos roe la cara:
¿Para quién no permanecería aquélla, la anhelada,               
la tierna desengañadora, ahí, dolorosamente próxima
al corazón solitario? ¿Es más suave con los amantes?               
Ay, ellos sólo se ocultan uno a otro su suerte.
¿Todavía no lo sabes? Arroja el espacio que abarquen               
tus brazos hacia los espacios que respiramos; quizá
los pájaros sientan el aire ensanchado con un vuelo               
      más íntimo.

Sí, las primaveras de veras te necesitaban. Varias
estrellas te pedían que las rastrearas. Se alzaba               
en el pasado una ola hacia ti, o cuando pasabas
por una ventana abierta, se te entregaba un violín.               
Todo esto era una misión, ¿pero fuiste capaz de cumplirla?
¿No estabas siempre distraído por la esperanza, como               
si todo ello te anunciara a una amada?
¿Dónde intentas alojarla, si en ti los grandes pensamientos extraños               
entran y salen, y con frecuencia se quedan durante la noche?.
Pero si sientes anhelos, canta pues a las amantes; no es,               
en absoluto, suficientemente inmortal su famoso
sentimiento. Aquéllas que casi envidias, las abandonadas,               
las encuentras mucho más amantes que las saciadas.
Empieza siempre de nuevo la alabanza siempre inalcanzable.               
Piensa: el héroe sigue en pie, aun el ocaso fue para él
sólo un pretexto para ser: su último nacimiento.               
Pero a las amantes la exhausta naturaleza las recoge
en su seno, como si no hubiera fuerzas para lograr esto               
dos veces. ¿Has pensado lo suficiente en Gaspara Stampa,
y lo que puede sentir cualquier chica a quien el amado               
abandonó, frente a tan elevado ejemplo de mujer amante:
¿Llegaré a ser como ella? ¿Estos, los más antiguos               
dolores, no deberán, por fin, darnos fruto? ¿No es
tiempo ya de que, al amar, nos liberemos del amado y,               
temblorosos, resistamos, como la flecha resiste al arco,
para ser, unidos en el salto, algo más que la sola               
flecha? Porque el permanecer está en ninguna parte.

Voces, voces. Corazón mío, escucha, como sólo los santos               
escuchaban; la enorme llamada los alzaba del suelo;
pero ellos seguían de rodillas, de modo imposible,               
sin darse cuenta: de tal manera escuchaban. No
que pudieras soportar la voz de Dios, lejos de eso, pero               
escucha el soplo, las noticia incesante que se forma
del silencio. Murmura hasta ti desde aquellos que han               
muerto jóvenes. ¿Acaso su destino no se dirigió siempre
tranquilamente a ti, en Roma y Nápoles, cuando entrabas               
en alguna iglesia? O una inscripción sublime se grababa
para ti, como hace poco la lápida de Santa María Formosa?               
¿Qué quieren de mí? Debo apartar en silencio
la apariencia de injusticia que a veces estorba un poco               
el puro movimiento de sus espíritus.

Realmente es extraño ya no habitar la tierra,               
ya no ejercitar las costumbres apenas aprendidas;
a las rosas, y a otras cosas particularmente promisorias,               
ya no darles el significado del futuro humano; ya no ser
aquél que uno fue en interminables manos angustiadas               
y hasta hacer a un lado el propio nombre, como un juguete
roto. Extraño, ya no seguir deseando los deseos. Extraño,               
ver todo lo que tenía sus propias relaciones, aletear
tan suelto en el espacio. Y estar muerto es doloroso,               
y lleno de recuperación, de modo que uno rastree
lentamente un poco de eternidad. Pero todos los vivos               
cometen el mismo error de diferenciar demasiado
tajantemente. Los ángeles (se dice) con frecuencia no               
sabrían si andan entre los vivos o entre los muertos.
La corriente eterna arrastra siempre consigo todas               
las edades a través de las dos zonas y atruena sobre ambas.

Finalmente ya no nos necesitan, los que partieron               
temprano, uno se desteta dulcemente de lo terrestre, como
uno se emancipa con ternura de los senos de la madre.               
Pero nosotros, que necesitamos tan grandes secretos,
nosotros que tan frecuentemente obtenemos del duelo               
progresos dichosos, ¿podríamos existir sin ellos?
¿Es inútil el mito de que, en la antigüedad, durante               
las lamentaciones fúnebres por Linos,
una atrevida música primitiva se abrió paso en la árida materia               
inerte; y entonces, por primera vez, en el espacio
sobresaltado, en el que un muchacho casi divino de pronto               
se perdió para siempre, el vacío produjo esa vibración
que ahora nos entusiasma y nos consuela y ayuda?               


SEGUNDA ELEGÍA

Todo ángel es terrible. Y sin embargo, ay, los invoco               
a ustedes, casi mortíferos pájaros del alma, sé quiénes
son ustedes. Los días de Tobías, ¿dónde quedaron?,               
cuando uno de los más radiantes apareció en el umbral
sencillo de la casa un poco disfrazado para el viaje,               
ya no tremendo (muchacho para el muchacho,
que se asomó, curioso). Si ahora avanzara el arcángel,               
el peligroso, desde atrás de las estrellas, un solo paso,
que bajara y se acercara: el propio corazón, batiendo               
alto, nos mataría. ¿Quién es usted?
Tempranos afortunados, ustedes, los mimados               
de la creación, cadena de cumbres, cordillera roja
del amanecer de todo lo creado -polen de la divinidad               
floreciente, coyunturas de la luz, corredores,
escalones, tronos, espacios del ser, escudos               
deliciosos, tumultos del sentimiento tormentosamente
arrebatado, y de pronto, individualizados, espejos,               
ustedes, los que recogen nuevamente en sus propios
rostros, la propia belleza que han irradiado.               

Porque nosotros, siempre que sentimos, nos evaporamos;
ay, nosotros nos exhalamos a nosotros mismos,               
nos disipamos; de ascua en ascua soltamos un olor cada
vez más débil. Probablemente alguien nos diga: Sí,               
entras en mi sangre; este cuarto, la primavera se llena
de ti..., ¿de qué sirve? Él no puede retenernos,               
nos desvanecemos en él y en torno suyo.
Y aquellos que son hermosos, oh, ¿quién los retiene?              
Incesantemente la apariencia llega y se va de sus
rostros. Como rocío de la hierba matinal se esfuma               
de nosotros lo que es nuestro, como el calor
de un plato caliente. Oh, sonrisa ¿a dónde? Oh,              
mirada a lo alto: nueva, cálida, fugitiva
ola del corazón; sin embargo, ay, somos eso. ¿Entonces               
el firmamento, en el que nos disolvemos, sabe
a nosotros? ¿De veras los ángeles recapturan solamente               
lo suyo, lo que han irradiado, o a veces, como
por descuido, hay algo nuestro en todo ello? ¿Estamos               
tan entremezclados en sus facciones, como la vaga
expresión en los rostros de las mujeres preñadas?               
Ellos no lo advierten en el torbellino de su regreso
a sí mismos. (¿Cómo habrían de advertirlo?).               

Los amantes podrían, si lo comprendieran,
hablar extrañamente en el aire nocturno. Pues parece               
que todo nos oculta. Mira, los árboles son; las casas
que habitamos permanecen todavía. Sólo nosotros pasamos               
de largo sobre todas las cosas como un cambio
de vientos. Y todo se une para acallarnos, mitad               
por vergüenza quizás, y mitad por esperanza indecible.

Amantes, a ustedes, satisfechos el uno en el otro,               
les pregunto por nosotros. Ustedes, los que se aferran
a sí mismos. ¿Tienen pruebas? Miren, me ha ocurrido que               
mis manos se reconozcan entre sí, o que mi rostro ajado
se refugie en ellas. Eso me da cierta sensación. ¿Pero               
quién, sólo por eso, se atrevió a creer que de veras
es? Sin embargo ustedes, los que crecen el uno               
en el arrobo del otro, hasta que él suplica, abrumado:
“Basta”; ustedes, los que crecen, bajo sus recíprocas               
manos, más exuberantes, como años de grandes uvas;
los que mueren a veces, sólo porque el otro se ha               
expandido demasiado; a ustedes les pregunto por nosotros.
Sé que se tocan tan dichosamente porque la caricia               
retiene, porque no desaparece el sitio que ustedes,
los tiernos, ocupan; porque, debajo de todo ello, ustedes               
sienten la duración pura. Ustedes, de sus abrazos,
por ello, casi se prometen eternidad. Sin embargo, cuando               
ya se han sostenido el sobresalto de la primera mirada,
y ya ocurrieron las ansias junto a la ventana               
y del primer paseo juntos, una vez, por el jardín:
Ustedes, amantes, ¿siguen todavía entonces siendo               
los mismos? Cuando el uno alza al otro hasta su boca
y se unen -bebida con bebida-: ¡oh, de qué manera              
tan extraña el bebedor entonces se escapa de su función!

¿No se asombraron ustedes, en las estelas áticas,               
de la prudencia de los gestos humanos? El amor
y la despedida, ¿no fueron puestos demasiado               
ligeramente sobre los hombros, como si se tratara
de seres hechos de otra materia que nosotros?               
Recuerden las manos, cómo se posan sin presión, aunque
hay vigor en los torsos. Estos dueños de sí mismos               
lo sabían: Hasta aquí, nosotros; esto es lo nuestro,
tocarnos así; que los dioses nos aprieten               
con mayor fuerza. Pero eso es cosa de los dioses.
Si nosotros encontráramos también una pura, contenida,               
estrecha, humana franja de huerto, nuestra, entre
río y roca. Pues nuestro propio corazón nos excede               
tanto como a aquéllos. Y ya no podemos mirarlo
a través de imágenes que lo sosieguen, ni a través               
de cuerpos divinos, en los que se contenga más.

De "Las Elegías de Duíno" 1922
              
Versión de Jaime Ferrero Alemparte





              




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