Casilla de blas
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
Entrada ya la noche,
empapado el desmonte por la lluvia reciente,
trepábamos por él, y el mismo ramo
vencido de mimosas nos despeinaba. Luego,
siempre, en silencio, hacÃamos
en el repecho un alto, y te miraba,
enamorada cómplice, mientras tomaba aliento
(¿necesitaba aliento entonces yo?) y fingÃa
actitudes seguras. Revelaban las cosas,
desasidos los ojos de la luz, los detalles
precisos, y la puerta de pino marchitado
gritaba levemente. Entrábamos. El suelo
era terrizo y sin mullir, y nunca
era adoptado de improviso para
aquello que venÃamos
a hacer. Se demoraba nuestra entrega a su duro
(¿pero habÃa dureza en algún sitio entonces?)
regazo. Nos amábamos,
nos abrazábamos de pie, ajustaban
con frenesà los cuerpos las esperas
vencidas, como si de muy distantes
extremos nos hubiéramos lanzado
al encuentro. EncendÃamos un fósforo
más tarde, y nos hacÃamos los nuevos
en la reconstruida situación.
Las paredes
de tablas ripias siempre nos mostraban
las mismas vetas grises, los idénticos
nudos vaciados, las usuales lágrimas
de orÃn: cuerpo de BIas. ¿Quién habÃa sido
aquel BIas que entregaba sus despojos,
su piel de ofidio puesto
a la moda de estÃo, a unos amantes
secretos? Ya murió. Pero vivÃamos
por él ahora en su barraca hecha
a fuerza de morir. Y habÃa gemidos
de goznes oxidados, saltos súbitos
de su leña secándose, palabras
de su antiguo contorno que asentÃan
a nuestro susurrado
decir.
BIas era un guarda
(¿a quién guardaba BIas?) de noche (¿de qué
noche?) a quien un mal dÃa
se le acabó el trabajo. No pensemos
más en BIas.
Sobre el suelo de los pasos
de BIas pusimos telas y papeles,
caricias y manjares raros. Edificamos
sobre el suelo de BIas la retorcida
torre que somos hoy. Sobre la muerte
de BIas se han levantado nuestros hijos
de hoy: y cuando no se nos parecen,
cuando se ausentan de nosotros, bullen
en otras casas que improvisan, pienso
que tal vez sean los hijos
de aquel buen BIas que nos dejó la suya.
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
Entrada ya la noche,
empapado el desmonte por la lluvia reciente,
trepábamos por él, y el mismo ramo
vencido de mimosas nos despeinaba. Luego,
siempre, en silencio, hacÃamos
en el repecho un alto, y te miraba,
enamorada cómplice, mientras tomaba aliento
(¿necesitaba aliento entonces yo?) y fingÃa
actitudes seguras. Revelaban las cosas,
desasidos los ojos de la luz, los detalles
precisos, y la puerta de pino marchitado
gritaba levemente. Entrábamos. El suelo
era terrizo y sin mullir, y nunca
era adoptado de improviso para
aquello que venÃamos
a hacer. Se demoraba nuestra entrega a su duro
(¿pero habÃa dureza en algún sitio entonces?)
regazo. Nos amábamos,
nos abrazábamos de pie, ajustaban
con frenesà los cuerpos las esperas
vencidas, como si de muy distantes
extremos nos hubiéramos lanzado
al encuentro. EncendÃamos un fósforo
más tarde, y nos hacÃamos los nuevos
en la reconstruida situación.
Las paredes
de tablas ripias siempre nos mostraban
las mismas vetas grises, los idénticos
nudos vaciados, las usuales lágrimas
de orÃn: cuerpo de BIas. ¿Quién habÃa sido
aquel BIas que entregaba sus despojos,
su piel de ofidio puesto
a la moda de estÃo, a unos amantes
secretos? Ya murió. Pero vivÃamos
por él ahora en su barraca hecha
a fuerza de morir. Y habÃa gemidos
de goznes oxidados, saltos súbitos
de su leña secándose, palabras
de su antiguo contorno que asentÃan
a nuestro susurrado
decir.
BIas era un guarda
(¿a quién guardaba BIas?) de noche (¿de qué
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que tal vez sean los hijos
de aquel buen BIas que nos dejó la suya.
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