La ventana de keats
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
Para Manuel Borrás
Apartado de todo, vuelto a mÃ
en silencio egoÃsta, en soledad
de campos y de encinas y callejas
que el otoño volvió más taciturnas;
asilado a esta sombra y sin más patria
que una vieja edición de tus poemas;
sentado en berroqueña piedra gris
y leyendo tus versos, oigo cómo
de pronto un ruiseñor se eleva y canta.
Todo lo dejo entonces, mi lectura,
mis leves pensamientos, mi silencio.
Todo por escucharle. Es él, él mismo.
El dulce ruiseñor que tú supiste
distinguir entre todas las demás
criaturas, por ser no melodioso,
que lo era, sino por ser el tuyo,
el a ti destinado desde siempre,
desde el dÃa en que Dios de mansas fieras
ocupó el ParaÃso y dijo: «hágase
también el ruiseñor, para que Keats,
en la umbrÃa Inglaterra, al escucharlo
embelesado, alcance esta verdad:
que el canto es sólo uno, siempre el mismo,
y que la rama cambia y cambia el pájaro,
mas no la melodÃa. Esta será
de paÃs a paÃs siempre la misma,
de un continente a otro y desde un siglo
a otro siglo, la misma melodÃa,
igual que en el estanque van las ondas
cuando alguien en él escribió un nombre».
Pues bien. Conmigo está, frente a este Gredos,
el ruiseñor menudo de tus versos,
frente a ese abstracto Gredos, calmo y duro
y hecho de pura abstracta lejanÃa.
y están también los prados y colinas
por los que tú anduviste. Están comigo
ahora, aquÃ. Y las viejas mansiones
que el campo inglés conoce, venerables,
cubiertas por la yedra, iluminadas
con quinqués y bujÃas cuya luz
llenaba las ventanas de dorada
quietud e invitación al sueño,
de modo que de lejos, si pasaba
un viajero, se decÃa: «¡Quién
pudiera estar allÃ, junto a esa lámpara,
dentro de aquella casa, allà sentado
en cómodo sillón leyendo un libro
o bebiendo los vinos de Madeira
y escuchando un piano, o ni siquiera,
sólo como esa sombra que es el tiempo!
¡Sólo como la sombra de aquel hombre
que se asoma al balcón para mirarme!
¡Quién pudiera quedarse en esa casa
y no tener, cerrada ya la noche,
que andar por estos fúnebres caminos
y exponerse a morir en soledades
que harÃan de la muerte algo aún más triste»...
Eso dirÃa el viajero errante,
eso mismo dirÃa al contemplar
la vieja casa solitaria y grande.
Y luego seguirÃa su camino
sin dejar de mirar de vez en cuando
atrás, hasta perder aquella luz,
aquel temblor de oro entre las ramas
oscuras de los tejos, sin haber
siquiera sospechado que eras tú,
John Keats, la sombra.
Y que le viste
llegar por el camino, y que dijiste:
«Al Sur marcha ese hombre.
¡Quién pudiera con él perderse lejos!
Ahora mismo. Sin equipaje alguno.
¡Cómo envidio su suerte y qué tristeza
languidecer aquà llevando una
vida que ni siquiera de infeliz
puedo calificarla! Mira, parte
de nuevo, se va. Empieza ya la luna
a vadear el rÃo. ¡Cuánto debe
compadecer mis años!»...
Y que luego,
para apagar la sed de tu acedÃa,
tomaste una vez más un papel nuevo
sin dejar de pensar en aquel hombre
que viste peregrino. Quizás ese
fue el dÃa en que escribiste aquel poema
que empieza asÃ: «Feliz es Inglaterra..."
¿Quién podrÃa saberlo? Ahora otra vez
lo leo en este viejo libro tuyo,
y al leer me parece que tu otoño
es este otoño mÃo y que también
es mÃo el ruiseñor que ya ha callado,
y me confundo y creo
que aquellos claros rÃos entre hayales
son nuestro pedregal, cuna de vÃboras.
Y asÃ, miro estos bÃblicos olivos
y alcornoques ascéticos, la tierra
de la que brotan zarzas sólo, ortigas,
pestilente cenizo o amargas hierbas,
y ebrio de gratitud, no siento ya
ni abrasador el sol ni amargo el aire
ni severos los pardos y los negros,
que son colores nuestros metafÃsicos,
sino que cierro el libro y miro lejos,
porque tus versos hacen que yo vea
este lugar como lugar del alma,
y vuelto a mÃ, comienzo a recorrer
de nuevo este paisaje silencioso
y a verlo de otro modo ya sentirlo
y a desear también la dulce muerte,
hermana zarza, hermanos alcornoques,
ortigas, alimañas, sequedades.
De "Acaso una verdad" 1993
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
Para Manuel Borrás
Apartado de todo, vuelto a mÃ
en silencio egoÃsta, en soledad
de campos y de encinas y callejas
que el otoño volvió más taciturnas;
asilado a esta sombra y sin más patria
que una vieja edición de tus poemas;
sentado en berroqueña piedra gris
y leyendo tus versos, oigo cómo
de pronto un ruiseñor se eleva y canta.
Todo lo dejo entonces, mi lectura,
mis leves pensamientos, mi silencio.
Todo por escucharle. Es él, él mismo.
El dulce ruiseñor que tú supiste
distinguir entre todas las demás
criaturas, por ser no melodioso,
que lo era, sino por ser el tuyo,
el a ti destinado desde siempre,
desde el dÃa en que Dios de mansas fieras
ocupó el ParaÃso y dijo: «hágase
también el ruiseñor, para que Keats,
en la umbrÃa Inglaterra, al escucharlo
embelesado, alcance esta verdad:
que el canto es sólo uno, siempre el mismo,
y que la rama cambia y cambia el pájaro,
mas no la melodÃa. Esta será
de paÃs a paÃs siempre la misma,
de un continente a otro y desde un siglo
a otro siglo, la misma melodÃa,
igual que en el estanque van las ondas
cuando alguien en él escribió un nombre».
Pues bien. Conmigo está, frente a este Gredos,
el ruiseñor menudo de tus versos,
frente a ese abstracto Gredos, calmo y duro
y hecho de pura abstracta lejanÃa.
y están también los prados y colinas
por los que tú anduviste. Están comigo
ahora, aquÃ. Y las viejas mansiones
que el campo inglés conoce, venerables,
cubiertas por la yedra, iluminadas
con quinqués y bujÃas cuya luz
llenaba las ventanas de dorada
quietud e invitación al sueño,
de modo que de lejos, si pasaba
un viajero, se decÃa: «¡Quién
pudiera estar allÃ, junto a esa lámpara,
dentro de aquella casa, allà sentado
en cómodo sillón leyendo un libro
o bebiendo los vinos de Madeira
y escuchando un piano, o ni siquiera,
sólo como esa sombra que es el tiempo!
¡Sólo como la sombra de aquel hombre
que se asoma al balcón para mirarme!
¡Quién pudiera quedarse en esa casa
y no tener, cerrada ya la noche,
que andar por estos fúnebres caminos
y exponerse a morir en soledades
que harÃan de la muerte algo aún más triste»...
Eso dirÃa el viajero errante,
eso mismo dirÃa al contemplar
la vieja casa solitaria y grande.
Y luego seguirÃa su camino
sin dejar de mirar de vez en cuando
atrás, hasta perder aquella luz,
aquel temblor de oro entre las ramas
oscuras de los tejos, sin haber
siquiera sospechado que eras tú,
John Keats, la sombra.
Y que le viste
llegar por el camino, y que dijiste:
«Al Sur marcha ese hombre.
¡Quién pudiera con él perderse lejos!
Ahora mismo. Sin equipaje alguno.
¡Cómo envidio su suerte y qué tristeza
languidecer aquà llevando una
vida que ni siquiera de infeliz
puedo calificarla! Mira, parte
de nuevo, se va. Empieza ya la luna
a vadear el rÃo. ¡Cuánto debe
compadecer mis años!»...
Y que luego,
para apagar la sed de tu acedÃa,
tomaste una vez más un papel nuevo
sin dejar de pensar en aquel hombre
que viste peregrino. Quizás ese
fue el dÃa en que escribiste aquel poema
que empieza asÃ: «Feliz es Inglaterra..."
¿Quién podrÃa saberlo? Ahora otra vez
lo leo en este viejo libro tuyo,
y al leer me parece que tu otoño
es este otoño mÃo y que también
es mÃo el ruiseñor que ya ha callado,
y me confundo y creo
que aquellos claros rÃos entre hayales
son nuestro pedregal, cuna de vÃboras.
Y asÃ, miro estos bÃblicos olivos
y alcornoques ascéticos, la tierra
de la que brotan zarzas sólo, ortigas,
pestilente cenizo o amargas hierbas,
y ebrio de gratitud, no siento ya
ni abrasador el sol ni amargo el aire
ni severos los pardos y los negros,
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ortigas, alimañas, sequedades.
De "Acaso una verdad" 1993
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