Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
PonÃa venas en las urces cárdenas, vértigo en la pureza; la flor
furiosa de la escarcha era azul en su oÃdo.
Rosas, serpientes y cucharas eran bellas mientras permanecÃan
en sus manos.
* * *
Era incesante en la pasión vacÃa. Los perros olfateaban su pureza
y sus manos heridas por los ácidos. En el amanecer, oculto
entre las sebes blancas, agonizaba ante las carreteras, veÃa
entrar las sombras en la nieve, hervir la niebla en la ciudad profunda.
* * *
Vigilaba la serenidad adherida a las sombras, los cÃrculos donde se
depositan flores abrasadas, la inclinación de los sarmientos.
Algunas tardes, su mano incomprensible nos conducÃa al lugar sin
nombre, a la melancolÃa de las herramientas abandonadas.
Cada mañana ponÃa en los arroyos acero y lágrimas y adiestraba a los
pájaros en la canción de la ira: el arroyo claro para la hija
dulcemente imbécil; el agua azul para la mujer sin esperanza, la que
olÃa a vértigo y a luz, sola en el albañal entre banderas blancas,
frÃa bajo la sarga y los párpados ya amarillos de amor.
Era incesante en la pasión vacÃa. Los perros olfateaban su pureza y
sus manos heridas por los ácidos. En el amanecer, oculto entre las
sebes blancas, agonizaba ante las carreteras, veÃa entrar las sombras
en la nieve, hervir la niebla en la ciudad profunda
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