Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
Era el otoño y la hoja de aquel árbol
temblaba. También yo, también nosotros
tenÃamos un temblor nuevo, una nueva
y enfebrecida tarde. Como el mar
que rompe hacia las rocas y las vence,
asà eras tú, estudiante. ConocÃa
tu soledad, tu cuerpo, desde antes
de ver tu cuerpo y ver tu soledad.
« ¿Estudias mucho? » «Estudio poco.» «¿Vives
poco?» « No, vivo mucho.» ParecÃa
que tus palabras me arrastraban, era
todo tan nuestro de verdad, tan bello
de verdad, tan sencillo. Me acordaba
de aquel niño lejano que aún creÃa
en Dios, en sus milagros. (Madre, madre,
un dÃa vendrá Dios hasta los pobres
y hará justicia.) Mientras, era el campo,
fijamente mirábamos el campo
verde, universitario, lentamente
se humedecÃa la yerba. Era de oro
la hoja del árbol y temblaba, era
no sé de qué tu corazón y abrÃa
sus puertas a la yerba verde y húmeda.
Náufragos del jardÃn, resucitábamos,
llegábamos a amarnos, me perdÃa,
me salvaba, dudé, toqué las llagas
de aquel paisaje con los dedos como
se toca un árbol, una flor, un cuerpo:
para creer. OlÃa a vida. Se
respiraba la vida. De repente
alguien, el viento, nos dejó sin libros,
nos hizo dioses. Y quedamos solos,
frente a frente, mirando aquellos campos
solitarios, y libres, y vencidos,
a nuestros pies. PodÃa renunciarse
a morir ante aquel milagro. «Pero
¿me escuchas, me comprendes, vas conmigo?»
Era el otoño y la hoja de aquel árbol,
que era de oro de verdad, temblaba.
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