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Retrato gongorino - Poemas de Carmen Jodra Davó



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Retrato gongorino
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008

Es la hora aquella en que el carro Febeo
ha comenzado ha poco su carrera,
y una boca de hoguera
su aliento abrasador da ya encendido
a hemisferio dormido,
cuando aquel a quien nunca llaman feo
ni han razón, que alto más que Cipariso,
que Jacinto fragante
y más ensimismado que Narciso
y orgulloso que Apolo ser pudiera
si Olimpo griego su morada fuera
por ciudad castellana,
vuelve a la vida desde el oscilante
caliginoso mundo que se habita
a párpados bajados
y disuelve la luz de la mañana.
Sobre plumas y linos abrazados,
pasa de tierno ovillo a ancha corriente;
los paisajes que viera un selenita
tiemblan en ese río,
que a varón como a hembra quita el frío.
Al hilo dignifica la hermosura,
dulcemente inmadura,
del tendido durmiente,
porque en dieciséis años               
no ha habido tiempo aún para los daños
de tiempo cruel o práctica natura,               
que sacrifica el arte a la simiente;
en el cuerpo yacente
hay candor y abandono y hay tersura
que vértigo provoca,              
como provoca vértigo la boca,
roja rosa entreabierta
de riquísimo aroma,               
con las mórbidas formas de una poma,
que al más dormido instinto lo despierta.               
Y los párpados lisos,
y de las cejas las espesas líneas,
que no han tocado nunca las Erinias              
con sus crueles avisos,
la barbilla perfecta,
la nariz intachablemente recta               
y la suave mejilla ruborosa;
la cara más hermosa,
en fin, y el cuerpo más hermoso y noble               
que engendrara jamás mujer alguna,
y no quiso el azar hacerlo doble               
porque tanta belleza fuera una,
y pudiera decirse con justicia:
"¡Sin par!"; y, en su malicia,
por no excederse en buena la Fortuna.
Frunciendo el fino ceño,
la sublime criatura deja el sueño,
que parece llorar por su partida,
y en actitud que fuera,
para aquel que lo viera,
recompensa y gloria inmerecida,
se mueve y despereza
con voluptuosidad, y al fin bosteza
con tan dulce bostezo,
que le envidian las flores más preciosas
del naranjo, el almendro y el cerezo.
Su aliento es el aliento de las rosas...
Se yergue, y su hermosura al cielo embriaga
y al barro que su planta pisa halaga,
y el águila recuerda
sus misiones de antaño
y lamenta que hoy, para su daño,
sea la divinidad siempre tan cuerda.               
Con leve pie el muchacho sale y deja,
más cuanto más se aleja,               
arrebatada y anhelosa el alma
y vacía de calma.



              




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