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Laura y el sol - Poemas de Emiliano Pardo Guenzatti



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Laura y el sol
Poema publicado el 09 de Enero de 2014

Las sabanas se revolvían en perfume barato, comprado en Once por algo más de 8 pesos. Estaba recién empezando el martes. El despertador marcaba a gritos las 3 de la mañana y Laura se despertó llorando. Una de esas noches en las que no sabía por que lloraba. Las mentiras del amor eterno tal vez. El dolor de reencontrarse con la soledad no deseada, el desencanto de ver a la luna opacada por el smog en el cielo de caballito. Los ojos le brillaban cada segundo más. El vidrio del ventanal del piso 13 estaba completamente empañado. Del otro lado, la ciudad parecía descansar. Quizás no lo suficiente. Laura agarró el abrigo marrón de los días nublados, aunque afuera no hubiera una mancha gris más que la de la propia contaminación porteña, y salió a buscar soles en algún café.
       Prefirió no apretar el botón negro y cuadrado para llamar al ascensor. Para negro y cuadrado ya estaba su sueño. Eligió bajar por la escalera. Paso por paso. Pie a pie. Solo trastabilló faltando 4 escalones para llegar a la planta baja. Miró al techo de madera con furia pero no le dedicó tiempo a insultar al destino. Recorrió el pasillo hasta la puerta. Buscó entre sus bolsillos hasta dar con la llave y salió a enfrentar las veredas de Buenos Aires. No era un martes cualquiera. Laura lo sabía. Las baldosas flojas o sueltas la hacían atravesar la ciudad como si fuera un puente colgante. El foco del único poste de luz de la cuadra parpadeaba, queriendo llamar la atención desde algún lugar. Cuando se dio cuenta ya había llegado a la esquina, recién empezaba a recorrer la madrugada con sus pies aunque su alma llevaba varias noches en vela.
       Sus labios seguían húmedos, la brisa apenas acariciaba sus mejillas, como si el viento intentara esquivarla. A su izquierda la calle permanecía vacía, desnuda. Las cortinas metálicas tapaban las vidrieras que solían atraerla. Nadie sabía de ella. Agarró su teléfono celular, lo miró, casi estudiándolo. Revisó viejos mensajes, volvió a llorar y lo lanzó sin pensar hacia la nada. Corrió hasta plaza Irlanda. Se sentó a respirar el último cigarrillo que le quedaba. Apoyó el filtro en su lengua y agachó la mirada para encenderlo cubriendo con sus manos el fuego.
       Sintió una sombra recorriéndole la espalda, giró su cabeza y volvió a sentirla, esta vez frente al banco en el que estaba sentada. Levantó la vista y vio la figura desteñida de Ángel, un vagabundo que según dicen, nunca duerme, aunque solo se lo ve por las plazas durante la noche. Laura no tuvo miedo. Se sacó el cigarrillo de la boca y se lo dio, casi invitándolo a compartir sus penas. Ángel y su alma se alejaron bajo las grietas de sombra que dibujaban las ramas peladas del otoño en el piso. 
       Laura esbozó un suspiro mostrándole los dientes a las hojas del tiempo. Se levantó y siguió su rumbo hacia el olvido. Encontró la calle Yerbal y entró en “LA BOHEMIA” allí al 1600, justo ella en LA BOHEMIA,  ¿Qué mejor lugar?. Pidió una lágrima, como si sus pómulos rosas fueran los que hacían el pedido. El mozo le dio primero una servilleta de papel para envolver sus ojos y después desapareció como todos los hombres que había conocido en su vida. Los siguientes ocho minutos estiraron su agonía, no pudo soportarlos, esperar era pensar y pensar era morir,  - las margaritas no piensan.  - le dijo al oído al poco oxigeno que había en el sector fumadores y después dejó que sus cuerdas vocales sentencien: - por eso dicen NO ME QUIERE con total frialdad. – se levantó de su silla y volvió a la calle.
       Fue por Morelos una cuadra hasta Rivadavia y desde allí siguió por la avenida hasta Plaza Miserere, las casi 30 cuadras solo le sirvieron para ver las diferencias latentes entre Caballito y Once. Las agujas acusaban las cuatro y cuarenta y dos de la madrugada. Descubrió también que pocas cosas tienen menos sentido que dicha plaza. Sin espacio verde, sin lugar para sentarse, con solo un par de arboles que no alcanzan para dar sombra a los miles de transeúntes que, a esa hora, empezaban a bajar del ferrocarril Sarmiento.
       Unos minutos después un pequeño grupo de personas vestidas con jean y túnicas blancas se pararon en el centro de la plaza a promover salvaciones milagrosas, mostrar rutas trazadas hacia el paraíso terrenal y viajes en primera clase al cielo de los que no pecan. Laura no entendía ni compartía nada de todo eso. Usaban megáfonos, la gente se agolpaba para ver al “nuevo enviado de Dios”, como se auto proclamaba el pseudo calvo frente a la multitud.
       No quiso seguir escuchando. Sopló, estiró con fuerza sus brazos dejando que toda la energía que tenia transformada en odio recorriera el resentimiento de sus venas hacia sus dedos en dirección al piso. Descargó un rayo de venganza desde casi un metro de altura y se dispuso a seguir su rumbo a la deriva por la avenida más larga. El abrigo le empezaba a resultar pesado pero prefirió dejárselo puesto a llevarlo cargando. Se sacó el pelo del cuello, se lo recogió y se lo ato con la gomita amarilla que siempre llevaba en la muñeca derecha.
       Otras once cuadras y quince minutos mas, el cartel marcaba Entre Ríos, dobló a la derecha y se agarró del poste de la Parada del 37 en Hipólito Yrigoyen. Giró resignada su cabeza hacia ambos lados y de repente vio acercarse el colectivo, relinchando entre las hojas secas. Extendió su mano con el puño cerrado para sostener las monedas. Dio el paso largo que separaba el cordón de la puerta y subió enojada con el chofer por la descuidada maniobra de parar el motor lejos del lugar indicado.
       Se acomodó para poner una a una las monedas en la maquina, pero cuando estaba por poner la ultima, el colectivero frenó de golpe por un semáforo en rojo. Laura trastabilló, se agarró fuerte con la mano derecha del caño que separa el asiento del conductor del lugar de donde salen los boletos y, cuando se agachó para buscar los 50 centavos, el colectivo volvió a arrancar. Cayó sentada en el piso, cruzó los brazos y frunció el ceño. Se paró, puso la moneda, sacó el boleto y se fue a sentar.
       Quizás la primera señal positiva que tuvo en el día que ya llevaba casi seis horas de vida. Su lugar preferido, el anteúltimo, justo atrás de la puerta del medio, del lado de la ventanilla, estaba desocupado. Las cuadras pasaban pero ella tenía su cuello en dirección a las piernas, todavía le dolía el golpe. Después de un rato quiso tomar un poco de aire, pero la ventanilla estaba más trabada que de costumbre y su fuerza no fue suficiente. Miró de reojo el martillo para emergencias pero, casi de inmediato, se dio cuenta que estaba muy lejos de ser precisamente una emergencia. Se incorporó, caminó entre las butacas y tocó el timbre para bajar, por la ventanilla de en frente acababa de ver despegar un avión.
       Cuando el colectivo frenó, dio dos pasos y después otros cinco para llegar a la baranda que la separaba, a ella y a millones de personas, del Rio de la Plata. Miró el cielo sobre su cabeza y fue bajando en dirección al horizonte más cercano al mar. Fue hasta el muelle de los pescadores, lo más adentro que pudo estar del agua sin mojarse los pies. Sacó su billetera del bolsillo de atrás de su jean. Abrió el documento, la mujer de la foto había nacido exactamente 30 años antes de ese momento. Corrió sus ojos nuevamente hacia el frente y, mientras el sol se lucía en otra de sus diarias proezas de surgir entre las aguas para dar comienzo real al día, Besó la foto y agradeció al universo haber nacido y tener otra oportunidad para elegir ser feliz.


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