Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
Oficina y denuncia
A Fernando Vela
Debajo de las multiplicaciones
hay una gota de sangre de pato.
Debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero.
Debajo de las sumas, un rÃo de sangre tierna.
Un rÃo que viene cantando
por los dormitorios de los arrabales,
y es plata, cemento o brisa
en el alba mentida de New York.
Existen las montañas, lo sé.
Y los anteojos para la sabidurÃa,
Lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.
Yo he venido para ver la turbia sangre,
la sangre que lleva las máquinas a las cataratas
y el espÃritu a la lengua de la cobra.
Todos los dÃas se matan en New York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos
que dejan los cielos hechos añicos.
Más vale sollozar afilando la navaja
o asesinar a los perros
en las alucinantes cacerÃas
que resistir en la madrugada
los interminables trenes de leche,
los interminables trenes de sangre,
y los trenes de rosas maniatadas
por los comerciantes de perfumes.
Los patos y las palomas
y los cerdos y los corderos
ponen sus gotas de sangre
debajo de las multiplicaciones;
y los terribles alaridos de las vacas estrujadas
llenan de dolor el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.
Yo denuncio a toda la gente
que ignora la otra mitad,
la mitad irredimible
que levanta sus montes de cemento
donde laten los corazones
de los animalitos que se olvidan
y donde caeremos todos
en la última fiesta de los taladros.
Os escupo en la cara.
La otra mitad me escucha
devorando, orinando, volando en su pureza
como los niños en las porterÃas
que llevan frágiles palitos
a los huecos donde se oxidan
las antenas de los insectos.
No es el infierno, es la calle.
No es la muerte, es la tienda de frutas.
Hay un mundo de rÃos quebrados
y distancias inasibles
en la patita de ese gato
quebrada por el automóvil,
y yo oigo el canto de la lombriz
en el corazón de muchas niñas.
Óxido, fermento, tierra estremecida.
Tierra tú mismo que nadas
por los números de la oficina.
¿Qué voy a hacer?, ¿ordenar los paisajes?
¿Ordenar los amores que luego son fotografÃas,
que luego son pedazos de madera
y bocanadas de sangre?
San Ignacio de Loyola
asesinó un pequeño conejo
y todavÃa sus labios gimen
por las torres de las iglesias.
No, no, no, no; yo denuncio.
Yo denuncio la conjura
de estas desiertas oficinas
que no radian las agonÃas,
que borran los programas de la selva,
y me ofrezco a ser comido
por las vacas estrujadas
cuando sus gritos llenan el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.
2. CEMENTERIO JUDÃO
Las alegres fiebres huyeron a las maromas de los barcos
y el judio empujó la verja con el pudor helado del interior de la lechuga.
Los niños de Cristo dormÃan,
y el agua era una paloma,
y la madera era una garza,
y el plomo era un colibrÃ,
y aun las vivas prisiones de fuego
estaban consoladas por el salto de la langosta.
Los niños de Cristo bogaban y los judÃos llenaban los muros
con un solo corazón de paloma
por el que todos querÃan escapar.
Las niñas de Cristo cantaban y las judÃas miraban la muerte
con un solo ojo de faisán,
vidriado por la angustia de un millón de paisajes.
Los médicos ponen en el nÃquel sus tijeras y guantes de goma
cuando los cadáveres sienten en los pies
la terrible claridad de otra luna enterrada.
Pequeños dolores ilesos se acercan a los hospitales
y los muertos se van quitando un traje de sangre cada dÃa.
Las arquitecturas de escarcha,
las liras y gemidos que se escapan de las hojas diminutas
en otoño, mojando las últimas vertientes,
se apagaban en el negro de los sombreros de copa.
La hierba celeste y sola de la que huye con miedo el rocÃo
y las blancas entradas de mármol que conducen al aire duro
mostraban su silencio roto por las huellas dormidas de los zapatos.
El judÃo empujó la verja;
pero el judÃo no era un puerto.
y las barcas de nieve se agolparon
por las escalerillas de su corazón:
las barcas de nieve que acechan
un hombre de agua que las ahogue,
las barcas de los cementerios
que a veces dejan ciegos a los visitantes.
Los niños de Cristo dormÃan
y el judÃo ocupó su litera.
Tres mil judÃos lloraban en el espanto de las galerÃas
porque reunÃan entre todos con esfuerzo media paloma,
porque uno tenÃa la rueda de un reloj
y otro un botÃn con orugas parlantes
y otro una lluvia nocturna cargada de cadenas
y otro la uña de un ruiseñor que estaba vivo;
y porque la media paloma gemÃa,
derramando una sangre que no era la suya.
Las alegres fiebres bailaban por las cúpulas humedecidas
y la luna copiaba en su mármol
nombres viejos y cintas ajadas.
Llegó la gente que come por detrás de las yertas columnas
y los asnos de blancos dientes,
con los especialistas de las articulaciones.
Verdes girasoles temblaban
por los páramos del crepúsculo
y todo el cementerio era una queja
de bocas de cartón y trapo seco.
Ya los niños de Cristo se dormÃan
cuando el judÃo, apretando los ojos,
se cortó las manos en silencio
al escuchar los primeros gemidos.
New York, 18 de enero de 1930
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