Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
Un punto de partida, alguna idea
transformada en un ritmo, un decorado
abstracto vagamente o bien simbólico:
el jardÃn arrasado, la terraza
que el otoño recubre de hojas muertas.
Quizás una estación de tren, aunque mejor
un mar abandonado:
Gaviotas en la playa, pero quién
las ve, y adónde volarán.
Y la insistencia
en la imagen simbólica
de la playa invernai: un viento bronco,
y las olas llegando como garras
a la orilla.
O el tema del jardÃn:
un espacio de sombra con sonido
de caracola insomne. Un escenario
propicio a la elegÃa.
Unas palabras
convertidas en música, que basten
para que aquà se citen gaviotas,
y barcos pesarosos en la lÃnea
del horizonte, y trenes
que cruzan las ciudades como torres
decapitadas.
AquÃ
se cita un ángel ciego y un paisaje
y un reloj pensativo.
Y aquà tiene
su lugar la mañana de oro lánguido,
la tarde y su caÃda
hacia un mundo invisible, la noche
con toda su leyenda de pecado y de magia.
Siempre habrá sitio aquà para la luna,
para el triunfante sol, para esas nubes
del crepúsculo desangrado: metáfora
del tiempo que camina hacia su fin.
La música de un verso es un viaje
por la memoria.
Y suena
a instrumento sombrÃo.
De tal modo
que siempre sus palabras van heridas
de música de muerte:
Gaviotas en la playa...
O bien ese jardÃn:
Todo es de nieve y sombra,
todo glacial y oscuro.
El viento arrastra un verso
tras otro, en esta soledad. Arrastra
papeles y hojas secas
y un sombrero de copa
del que alguien extrae
mágicamente un verso
final:
Una luz abatida en esta playa.
Y hay un lugar en él para la niebla,
y un cauce para el mar,
y un buque que se aleja.
En cualquier verso tiene
su veneno el suicida,
su refugio el que huye
del hielo del olvido.
Puede
cada verso nombrar desde su engaño
el engaño que alienta en cada vida:
un lugar de ficción, un espejismo,
un decorado que
se desmorona, polvoriento, si se toca.
Pero es sorprendente comprobar
que las viejas palabras ya gastadas,
la cansina retórica, la música
silenciosa del verso, en ocasiones
nos hieren en lo hondo al recordarnos
que somos la memoria
del tiempo fugitivo,
ese tiempo que huye y que refugia
-como un niño asustado de lo oscuro-
detrás de unas palabras que no son
más que un simple ejercicio de escritura.
De "Sombras particulares" 1992
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