El concertista
Poema publicado el 29 de Noviembre de 2010
EL CONCERTISTA
Miras a la oscuridad,
ciego tambor para la luz del espacio,
¿o son tus ojos cerrados quienes cantan y bullen
porque al mirar se funden con la noche blanca cuerpos que se aman?
La tecla es surtido,
un parpadeo y un canto desde el alma
que el sonido provoca, el teclado un párpado mediador,
¡oh!, el piano en su cola tiene una luz que cree y yace,
yace
porque el minuto de la melodía
invoca el beso en movimiento.
Un rostro y un mundo,
y aún te queda más: el agua de la música
por tus pies como río colorado:
eres tú mismo quien muere y resucita.
¿Oyes? No sólo el sonido sino esa imagen.
Las manos se entregan y liberan el fruto.
Es más grande el sonido, no más fuerte. Ante ti el piano.
El piano es un niño. Y el tambor maleza, riña del tiempo.
Tiene los ojos cerrados: la luz se siente.
La realidad es esa música: abre ahora el viento tus pupilas.
El concertista suspira,
con soledad y engaño,
no se conforma con tomar desde el mundo a la belleza,
no se conforma con nacer y morir en la estructura del solfeo:
sólo acaba lo que camina solo y no se ama.
Sonido viajando a otros lugares.
Tocar.
Todo el cuerpo ante la anchura,
la tarde en el él habla de la vida;
prosigue, ¡qué sosiego!,
¡qué lenta el alma rozando las teclas!
Salió por fin del hueco de la invocación una melodía.
Y todo el mundo calla cuando musita la sangre.
Francisco Rodríguez Herrera
Del libro: “A la medida del hombre”
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Poema publicado el 29 de Noviembre de 2010
EL CONCERTISTA
Miras a la oscuridad,
ciego tambor para la luz del espacio,
¿o son tus ojos cerrados quienes cantan y bullen
porque al mirar se funden con la noche blanca cuerpos que se aman?
La tecla es surtido,
un parpadeo y un canto desde el alma
que el sonido provoca, el teclado un párpado mediador,
¡oh!, el piano en su cola tiene una luz que cree y yace,
yace
porque el minuto de la melodía
invoca el beso en movimiento.
Un rostro y un mundo,
y aún te queda más: el agua de la música
por tus pies como río colorado:
eres tú mismo quien muere y resucita.
¿Oyes? No sólo el sonido sino esa imagen.
Las manos se entregan y liberan el fruto.
Es más grande el sonido, no más fuerte. Ante ti el piano.
El piano es un niño. Y el tambor maleza, riña del tiempo.
Tiene los ojos cerrados: la luz se siente.
La realidad es esa música: abre ahora el viento tus pupilas.
El concertista suspira,
con soledad y engaño,
no se conforma con tomar desde el mundo a la belleza,
no se conforma con nacer y morir en la estructura del solfeo:
sólo acaba lo que camina solo y no se ama.
Sonido viajando a otros lugares.
Tocar.
Todo el cuerpo ante la anchura,
la tarde en el él habla de la vida;
prosigue, ¡qué sosiego!,
¡qué lenta el alma rozando las teclas!
Salió por fin del hueco de la invocación una melodía.
Y todo el mundo calla cuando musita la sangre.
Francisco Rodríguez Herrera
Del libro: “A la medida del hombre”
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