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RevelaciÓn y caÍda - Poemas de Georg Trakl



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RevelaciÓn y caÍda
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008

Extraños son los caminos nocturnos del hombre. Cuando iba sonámbulo por               las habitaciones de piedra y en cada una ardía un silencioso candil, un               candelabro de cobre, y cuando preso del frío entré en el lecho,               reapareció en la cabecera la sombra negra de la extranjera, y en               silencio oculté mi rostro en las lentas manos. El jacinto florecía azul               en la ventana y llegó al labio púrpura de mi aliento la antigua oración;               de sus párpados cayeron lágrimas de cristal lloradas por la amargura del               mundo. En esta hora la muerte de mi padre hizo de mí el hijo blanco. En               azules sobresaltos bajó de la colina el viento de la noche, el oscuro               lamento de la madre que moría, y vi el negro infierno en mi corazón;               minuto de radiante mutismo. Suave surgió
              del muro blanqueado con cal un rostro indescriptible -un joven               moribundo-, la belleza de una estirpe que regresa a sus padres. Blancura               de luna, el frío de la piedra envolvió la sien desvelada, sonaron los               pasos de las sombras sobre erosionadas gradas, un rosado tumulto en el               pequeño jardín.
              
              Silencioso estaba sentado en una taberna abandonada bajo vigas ahumadas,               solo ante el vino; un cadáver rutilante inclinado sobre la oscuridad y               un cordero muerto a mis pies. De un corrupto azul salió la sombra pálida               de mi hermana y así habló su boca ensangrentada:
              Hiere, espina negra. Ah, todavía resuenan las tormentas desatadas en mis               brazos plateados. Sangre, corre de mis pies lunares, floreciendo sobre               los senderos nocturnos, donde la rata salta gritando. Iluminad,               estrellas mis arqueadas cejas; para que el corazón palpite suave en la               noche. Irrumpió en la casa una sombra roja con espada flameante, huyó               con su frente de nieve. Oh muerte amarga.
              
              Y una voz oscura habló dentro de mí: He roto la nuca a mi caballo negro               en el bosque nocturno, porque de sus purpúreos ojos brotaba la demencia;               las sombras de los olmos, la risa azul del manantial y la frescura negra               de la noche cayeron sobre mí cuando levanté como cazador salvaje una               lanza de nieve. En un infierno de piedra murió mi rostro.
              
              Cayó brillando una gota de sangre en el vino del solitario; y cuando lo               bebí sabía más amargo que la adormidera. Una nube profunda envolvió mi               cabeza, las lágrimas de cristal de ángeles condenados. Delicadamente               fluyó la sangre de la plateada herida de la hermana y una lluvia de               fuego cayó sobre mí.
              
              Por el lindero del bosque deseaba caminar, como alguien sombrío que ha               dejado caer de sus mudas manos el velo solar, y al atravesar llorando la               colina de la tarde levanta los párpados hacia la ciudad de piedra; como               un animal que se siente tranquilo en la paz del viejo árbol; oh, esta               cabeza inquieta acechando en la penumbra, esos pasos que corren dudosos               buscando la nube azul en la colina, persiguiendo también implacables               constelaciones. A un lado escolta el corzo la siembra verde, silenciosa               compañía de los musgosos caminos del bosque. Las cabañas de los               campesinos se han cerrado en su mutismo, y atemoriza en la negra calma               del viento la queja azul del torrente.

              

Pero cuando descendí               por el sendero de piedras, me asaltó la locura y grité fuerte en la               noche; y cuando con mis dedos plateados me incliné sobre las aguas               silenciosas vi que mi rostro me había abandonado. Y la voz blanca me               dijo: ¡Mátate! Con un suspiro se levantó en mí la sombra de un niño y me               observó radiante con ojos cristalinos: entonces caí llorando bajo los               árboles
              y la poderosa bóveda de estrellas.
              
              Sobresaltado caminar por el caótico sendero de piedras, lejano de los               caseríos de la tarde, viendo rebaños que regresan; en la distancia pasta               el sol del ocaso en la pradera de cristal y su canto salvaje es               conmovedor; el solitario grito del pájaro extraviándose en la paz azul.
              Pero dulcemente vienes tú en la noche, mientras yo vigilo sobre la               colina o cuando el delirio se desata en la tempestad de la primavera, y               con nubes cada vez más sombrías vela mi cabeza muerta la tristeza. Mi               alma nocturna es horrorizada por fantasmales relámpagos; tus manos               desgarradoras se ensañan sobre mi pecho de aliento entrecortado.
              
              Cuando penetré en la penumbra del jardín y se había apartado de mí la               negra presencia del mal, me rodeó la calma del jacinto de la noche; y               atravesé el estanque apacible en una barca ondulada mientras una dulce               paz conmovió mi frente de piedra. Atónito descansé bajo
              los viejos sauces y estaba el cielo azul muy alto colmado de estrellas;               y cuando me perdí en su contemplación murieron la angustia y el dolor en               lo más profundo de mí; y la sombra azul del niño se levantó radiante en               la oscuridad, dulce canto. Entonces se elevó con alas de luna sobre el               verdor de las cimas, por encima de los peñascos cristalinos, la blanca               imagen de la hermana.
              
              Con suelas plateadas descendí los espinosos escalones y entré en la               alcoba blanqueada con cal. Ardía allí un candil silencioso y escondí               calladamente mi cabeza en las sábanas purpúreas; y la tierra arrojó un               cadáver infantil, una figura lunar que salió lentamente de mi sombra,               precipitándose con los brazos quebrados de piedra en piedra, cayendo               como nieve en copos.

              

Versión de               Helmut Pfeiffer




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