Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
I
En esta encrucijada,
flagelada por vientos de dos rÃos
que despeinan la calle y la avenida,
pisoteada su negrura por gaviotas de luz,
descienden las palabras a mi mano,
picotean los granos de rocÃo,
buscan entre mis dedos las migajas de lágrimas.
Siempre aspiré a que mis palabras,
las que llevo al papel,
continuasen llorando
-de pena, de felicidad, de desesperanza,
al fin, todo es lo mismo-,
porque yo las habÃa llorado antes;
antes de que desembocasen en el papel blanquÃsimo,
en el papel deshabitado, que es el morir.
DejarÃan en él los ecos asordados, empañados,
de lo que tuvo vida.
Alguien advertirÃa la humedad de las lágrimas,
llorarÃa por seres que jamás conoció,
que acaso no es posible que existieran
aunque estuvieron vivos
en el recuerdo o en la imaginación.
LlorarÃamos todos por los desconocidos,
los -para mà -difuminados
en la magia del tiempo.
Contra las estructuras
de metal y de vidrio nocturno
rebotan las palabras aún sin forma,
consagradas en el torbellino helado,
y no me hacen llorar.
Yo ya no sé llorar. ¡Y mira que he llorado!
II
Yo ya no lloro,
excepto por aquello que algún dÃa
me hizo llorar:
los aviones que proclamaban
que todo habÃa terminado;
la estación amarilla diluida en la noche
en la que coincidÃan, tan sólo unos instantes,
el tren que partÃa hacia el norte
y el que partÃa hacia el oeste
y jamás volverÃan a encontrarse;
y la voz de Juan Rulfo: «diles que no me maten»;
y la malagueña canaria;
y la niña mendiga de Lisboa
que me pidió un «besiño».
Yo ya no lloro.
Ni siquiera cuando recuerdo
lo que aún me queda por llorar.
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