Nabà (fragmento)
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
Todo era en el mundo comienzo y juventud.
La mar espejaba para un laúd tan sólo.
Un torrente de oro se vertÃa en la mar.
En una cala, junto a un pino, negra garganta
me habÃa arrojado a la playa.
Olà a sal y a retama.
Brillaba al sol un hombre, en la colina,
e iba a tumbarse debajo de una higuera.
De una choza ascendÃa un hilillo de humo.
-Aquà -dije- me quedarÃa,
como la piedra y el árbol. -Pero se oyó la Voz:
-Ve a la resplandeciente NÃnive, Jonás, parte en seguida;
juntos, tu llegarás y Yo hablaré.
Me levanté. El ardor de la roca,
la fragancia del pino me ignoraron.
Toda mi relación con ellos se desvanecÃa,
como si ya me hubiese despedido.
El mar azul perdÃa su embeleso;
una nube volvióse, dándome la espalda;
sentÃa al aire impacientarse
y la mota de polvo, -Ve- me decÃa.
Y en aquel punto fui
como picado por escorpión divino:
me sorprendió, agarrándome con fuerza;
me hizo suyo,
espoleándome la prisa.
En camino afanoso,
bajo la asoleada,
volvÃa a mi el brote del romero;
y cuando oscurecia, y me despabilaba,
me hacia alzar los ojos amor de las estrellas,
en donde estaba escrito el mandato divino.
De mi tardanza en desquite
una cosa tan sólo me inquietaba:
dormÃa como en vela, comÃa como en sueños,
avanzaba sin ver, y sin saber oÃa.
Mi fuerza, mi esperanza, eran
la palabra que Dios me habÃa dicho.
Y yo la repetÃa dÃa y noche,
como un enamorado, con deleite,
como el niño que canta por temor a olvidarse.
Ni árbol ni casa alguno detenÃan mi marcha;
todo con lo que tropezaba era arrojado atrás,
y noche y dÃa caminaba:
y no veÃa más que oscuridad o ardiente polvo.
Mi viaje -calor, peligro, ayuno-
duró de plenilunio a plenilunio,
y la espuela divina aligeró mis pasos.
En cosa alguna mis ojos sosegaron,
ni mi boca hizo trato:
soldado que orden cumple
no estorba su camino con adioses ni lazos.
Pero a la vuelta de la cuarta luna,
cruel suplicio volvióse mi camino:
y si me detenÃa un solo instante
tenerme en pie ya no podÃa.
Enrojecidos por el sol los párpados,
mis pasos eran cada vez más lentos;
polvorientas las cejas y la barba;
pesadas, las espaldas, y ardiente la nariz.
Hasta las cosas próximas parecÃan lejanas,
y el tino se perdÃa con el ardor de la cabeza;
mi pie sangraba; torpes, su plegaria intentaban
el confundido juicio, la lengua, seca como un trapo.
Una mañana, la claridad del dÃa
sonó como un zumbido de abejorro en mi cabeza,
y mi mirada, pródiga de luz,
ante el rayo de sol se arrodillaba.
Pensando « Yahvé te espera»
con nuevo aliento querÃa rehacerme;
mas tropezando en una piedra
di en tierra, y me hundà en el polvo,
y no sabÃa, aturdido, cómo levantarme.
-¿Huye NÃnive de mÃ?- acerté aún a decir;
y anhelando, vencido, que la noche negase,
oculté el rostro entre las manos.
Detrás de mÃ, un viejo descabalgó de un asno.
-¡Levántate! Al que cae, si no se pone en pie, alguien lo entierra.
Llevo a la ciudad un cestito de higos
y una cerda. ¿No la conoces? Desventurado,
súbete al asno. ¡Poco tienes de gordo!
Desde aquà se vislumbra el lugar donde el rÃo
ciñe la gran ciudad que corta, hiende y raja,
que lÃmites abate en un mundo cobarde.
AquÃ, el osado mata, acomete y humilla;
los himnos de triunfo son obra del eunuco.
Todas las artes bajan la frente ante la guerra,
ya que la espada es joven y caduco el espÃritu.
Y en los mercados llenan las alforjas, muy prestos,
con sus preciosas sacas, las gentes sin escrúpulos;
y las mujeres vienen de todas las regiones,
las más perfectas en senos y caderas.
Asur es inmortal, y el mundo es una ruina.
Levanté apenado la cabeza.
Unas casas de campo blanqueaban
por la otra orilla, en la vuelta del rÃo;
y yo, tambaleándome, como animal herido,
dándome todo vueltas,
alcé el brazo con ánimo desesperado
que arrancar pude del fondo de mi corazón;
y derrochando un año de mi vida pude clamar al fin:
-De aquà a cuarenta dÃas, NÃnive caerá.
Versión de José Corredor-Matheos
"Ocho siglos de poesÃa catalana", Editorial Alianza
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
Todo era en el mundo comienzo y juventud.
La mar espejaba para un laúd tan sólo.
Un torrente de oro se vertÃa en la mar.
En una cala, junto a un pino, negra garganta
me habÃa arrojado a la playa.
Olà a sal y a retama.
Brillaba al sol un hombre, en la colina,
e iba a tumbarse debajo de una higuera.
De una choza ascendÃa un hilillo de humo.
-Aquà -dije- me quedarÃa,
como la piedra y el árbol. -Pero se oyó la Voz:
-Ve a la resplandeciente NÃnive, Jonás, parte en seguida;
juntos, tu llegarás y Yo hablaré.
Me levanté. El ardor de la roca,
la fragancia del pino me ignoraron.
Toda mi relación con ellos se desvanecÃa,
como si ya me hubiese despedido.
El mar azul perdÃa su embeleso;
una nube volvióse, dándome la espalda;
sentÃa al aire impacientarse
y la mota de polvo, -Ve- me decÃa.
Y en aquel punto fui
como picado por escorpión divino:
me sorprendió, agarrándome con fuerza;
me hizo suyo,
espoleándome la prisa.
En camino afanoso,
bajo la asoleada,
volvÃa a mi el brote del romero;
y cuando oscurecia, y me despabilaba,
me hacia alzar los ojos amor de las estrellas,
en donde estaba escrito el mandato divino.
De mi tardanza en desquite
una cosa tan sólo me inquietaba:
dormÃa como en vela, comÃa como en sueños,
avanzaba sin ver, y sin saber oÃa.
Mi fuerza, mi esperanza, eran
la palabra que Dios me habÃa dicho.
Y yo la repetÃa dÃa y noche,
como un enamorado, con deleite,
como el niño que canta por temor a olvidarse.
Ni árbol ni casa alguno detenÃan mi marcha;
todo con lo que tropezaba era arrojado atrás,
y noche y dÃa caminaba:
y no veÃa más que oscuridad o ardiente polvo.
Mi viaje -calor, peligro, ayuno-
duró de plenilunio a plenilunio,
y la espuela divina aligeró mis pasos.
En cosa alguna mis ojos sosegaron,
ni mi boca hizo trato:
soldado que orden cumple
no estorba su camino con adioses ni lazos.
Pero a la vuelta de la cuarta luna,
cruel suplicio volvióse mi camino:
y si me detenÃa un solo instante
tenerme en pie ya no podÃa.
Enrojecidos por el sol los párpados,
mis pasos eran cada vez más lentos;
polvorientas las cejas y la barba;
pesadas, las espaldas, y ardiente la nariz.
Hasta las cosas próximas parecÃan lejanas,
y el tino se perdÃa con el ardor de la cabeza;
mi pie sangraba; torpes, su plegaria intentaban
el confundido juicio, la lengua, seca como un trapo.
Una mañana, la claridad del dÃa
sonó como un zumbido de abejorro en mi cabeza,
y mi mirada, pródiga de luz,
ante el rayo de sol se arrodillaba.
Pensando « Yahvé te espera»
con nuevo aliento querÃa rehacerme;
mas tropezando en una piedra
di en tierra, y me hundà en el polvo,
y no sabÃa, aturdido, cómo levantarme.
-¿Huye NÃnive de mÃ?- acerté aún a decir;
y anhelando, vencido, que la noche negase,
oculté el rostro entre las manos.
Detrás de mÃ, un viejo descabalgó de un asno.
-¡Levántate! Al que cae, si no se pone en pie, alguien lo entierra.
Llevo a la ciudad un cestito de higos
y una cerda. ¿No la conoces? Desventurado,
súbete al asno. ¡Poco tienes de gordo!
Desde aquà se vislumbra el lugar donde el rÃo
ciñe la gran ciudad que corta, hiende y raja,
que lÃmites abate en un mundo cobarde.
AquÃ, el osado mata, acomete y humilla;
los himnos de triunfo son obra del eunuco.
Todas las artes bajan la frente ante la guerra,
ya que la espada es joven y caduco el espÃritu.
Y en los mercados llenan las alforjas, muy prestos,
con sus preciosas sacas, las gentes sin escrúpulos;
y las mujeres vienen de todas las regiones,
las más perfectas en senos y caderas.
Asur es inmortal, y el mundo es una ruina.
Levanté apenado la cabeza.
Unas casas de campo blanqueaban
por la otra orilla, en la vuelta del rÃo;
y yo, tambaleándome, como animal herido,
dándome todo vueltas,
alcé el brazo con ánimo desesperado
que arrancar pude del fondo de mi corazón;
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Versión de José Corredor-Matheos
"Ocho siglos de poesÃa catalana", Editorial Alianza
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