Regina tenebrarum
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
Ira, suma, lira, ¿será rimar?
Como si los leones devorasen tu cuerpo, y tu sanrgre
corriera sobre el mármol escaso.
Asà te miro, pensando
en el sagrado dÃa de tu muerte,
cuando un sepulcro inmenso beberá tu hermosura
quemada por el tiempo.
Habrás sido una música ciega en lo alto de un muro.
Mi larga maldición te pertenece como tus propios huesos,
llévatela contigo a la tierra.
Tenebrosa, ¿de qué te sirve tanto oro
confundido con plata?
No podré ver tu muerte, comprobar tu agonia;
sólo tendré una escueta noticia inacabada.
la certidumbre del lugar ocupado por tus «restos»
y la seguridad mayor de que no he de nombrarte
cuando me refiere a mis ángeles clarividentes, erguidos.
Los trozos de tu cuerpo estarán en mi recuerdo,
no entre las garras de las fieras.
Tu fragancia infernal aún será mÃa.
Las letras de tu nombre descompuesto formarán otros nombres
y en la pradera violeta crecerán otras torres
en los atardeceres prolongados por la sed hacia el pozo
donde tú, entonces, vivÃas
cuando el cielo era rojo y los árboles escarlatas crecÃan.
Asà acontece ya con cada instante.
El sonido es la muerte que todavÃa resiste
y levanta, sin manos, un gesto hacia lo vivo.
Oye mi corazón; se está moviendo.
Y esta música horrenda que no le conmueve
soy yo.
Ven a verme llorar,
no lloro con los ojos ni con el pensamiento;
lloro con las entrañas, con los dedos quemados,
con la frente rajada por cuchillos
y con la llaga en llamas que yo todo soy.
Desciende del palacio, ven
a verme llorar.
Verás un monasterio cuando se despedaza
y verás dos mil años en sólo unos momentos,
o en un tiempo tan largo que la historia del mundo
no llena su interior.
(Allà dejamos sólo
un corazón abierto.
El árbol aún hablaba
cuando ya no era nada
en el campo monótono.)
Schoenberg está loco en el jardÃn de mi casa interior
Los jacintos aún florecen en la noche del Ãfrica.
Dejadme, suplicó aquel mendigo.
Lo dejaron sin brazos, sin labios y sin ojos.
Yo tengo que recoger su espÃritu,
bajarlo de la cruz,
y llevarlo a la cumbre de esta Tierra maldita.
Necesito las hachas brillantes, el punzón
que se clave en el centro de lo Negro.
Yo fui dorado como la nube al sol
o como la corona del monarca apresurado
a sentarse en su trono.
¿Dónde está mi draconario?
Las galeras han muerto, las torres
gimen en aglomeraciones de cenizas
y sus manos se agiten en un aire abrasado.
¿En qué guerra me podrÃa salvar
entre esta turbamulta horrible de cristianos siniestros?
¡Violentos, venid!
Dentro de le dulzura se vierte lo corrupto
y los tejidos cantan un halo segregado.
Heridas sobrenadan,
hierbas, cruces.
Y el cabo de la rosa se repite el sudario.
Todos los cauces hablan con sus más grises bocas,
las rondas de las rocas viven bajo la tierra.
Oh, jardÃn
oye tu propia voz clavada en un pedazo
de inoÃble papel.
Óyela y llora.
(Al amanecer, me aproximo al gran Valle perdido como si
fuese un gigante de piedra.)
Dime, belleza,
¿dónde te ocultarás cuando no exista este sonido
al que, feroz, te aferras?
¿Sabes lo que es el mar? Piensa.
Un dÃa
vi una llaga horrorosa.
ParecÃa una flor, una torre, un extenso
pisaisaje bajo un sol de plomo.
Le pregunté: ¿Quién eres?
Me contestó un sonido sin habla,
un lamento que aún oigo sin oÃrlo,
un gemido sin letras. Pero creo
que mi nombre decÃa.
Es como si, de pronto,
mis heridas hablaran
y los ramos violetas que envuelven mi corazón
temblasen en la cabeza blanca del cementerio, asÃ
una música absorta se eleva de las casas
e intenta retornar hacia el ave secreta
que te deshace lejos.
En la montaña abierta de par en par.
en aquella celeste puerta por la que ya no pasamos,
nuestras imágenes lanzan gritos agudos
y semejan relieves de cristal y de acero,
un Géminis de sangre.
Como si los paisajes fueran cerrojos
y tus manos la rosa inmensa que tapia los cielos;
asà me acerco en silencio a tu gigantesco recuerdo,
mientras los lobos gimen en torno mÃo
y una esvástica negra
persigna mi frente donde siempre persistes
y donde te transformas en una fuente alada.
Pero la Oscuridad es tu dominio y por eso
me voy oscureciendo, Regina
Tenebrarum.
¿Dónde estará nuestro reino?
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
Ira, suma, lira, ¿será rimar?
Como si los leones devorasen tu cuerpo, y tu sanrgre
corriera sobre el mármol escaso.
Asà te miro, pensando
en el sagrado dÃa de tu muerte,
cuando un sepulcro inmenso beberá tu hermosura
quemada por el tiempo.
Habrás sido una música ciega en lo alto de un muro.
Mi larga maldición te pertenece como tus propios huesos,
llévatela contigo a la tierra.
Tenebrosa, ¿de qué te sirve tanto oro
confundido con plata?
No podré ver tu muerte, comprobar tu agonia;
sólo tendré una escueta noticia inacabada.
la certidumbre del lugar ocupado por tus «restos»
y la seguridad mayor de que no he de nombrarte
cuando me refiere a mis ángeles clarividentes, erguidos.
Los trozos de tu cuerpo estarán en mi recuerdo,
no entre las garras de las fieras.
Tu fragancia infernal aún será mÃa.
Las letras de tu nombre descompuesto formarán otros nombres
y en la pradera violeta crecerán otras torres
en los atardeceres prolongados por la sed hacia el pozo
donde tú, entonces, vivÃas
cuando el cielo era rojo y los árboles escarlatas crecÃan.
Asà acontece ya con cada instante.
El sonido es la muerte que todavÃa resiste
y levanta, sin manos, un gesto hacia lo vivo.
Oye mi corazón; se está moviendo.
Y esta música horrenda que no le conmueve
soy yo.
Ven a verme llorar,
no lloro con los ojos ni con el pensamiento;
lloro con las entrañas, con los dedos quemados,
con la frente rajada por cuchillos
y con la llaga en llamas que yo todo soy.
Desciende del palacio, ven
a verme llorar.
Verás un monasterio cuando se despedaza
y verás dos mil años en sólo unos momentos,
o en un tiempo tan largo que la historia del mundo
no llena su interior.
(Allà dejamos sólo
un corazón abierto.
El árbol aún hablaba
cuando ya no era nada
en el campo monótono.)
Schoenberg está loco en el jardÃn de mi casa interior
Los jacintos aún florecen en la noche del Ãfrica.
Dejadme, suplicó aquel mendigo.
Lo dejaron sin brazos, sin labios y sin ojos.
Yo tengo que recoger su espÃritu,
bajarlo de la cruz,
y llevarlo a la cumbre de esta Tierra maldita.
Necesito las hachas brillantes, el punzón
que se clave en el centro de lo Negro.
Yo fui dorado como la nube al sol
o como la corona del monarca apresurado
a sentarse en su trono.
¿Dónde está mi draconario?
Las galeras han muerto, las torres
gimen en aglomeraciones de cenizas
y sus manos se agiten en un aire abrasado.
¿En qué guerra me podrÃa salvar
entre esta turbamulta horrible de cristianos siniestros?
¡Violentos, venid!
Dentro de le dulzura se vierte lo corrupto
y los tejidos cantan un halo segregado.
Heridas sobrenadan,
hierbas, cruces.
Y el cabo de la rosa se repite el sudario.
Todos los cauces hablan con sus más grises bocas,
las rondas de las rocas viven bajo la tierra.
Oh, jardÃn
oye tu propia voz clavada en un pedazo
de inoÃble papel.
Óyela y llora.
(Al amanecer, me aproximo al gran Valle perdido como si
fuese un gigante de piedra.)
Dime, belleza,
¿dónde te ocultarás cuando no exista este sonido
al que, feroz, te aferras?
¿Sabes lo que es el mar? Piensa.
Un dÃa
vi una llaga horrorosa.
ParecÃa una flor, una torre, un extenso
pisaisaje bajo un sol de plomo.
Le pregunté: ¿Quién eres?
Me contestó un sonido sin habla,
un lamento que aún oigo sin oÃrlo,
un gemido sin letras. Pero creo
que mi nombre decÃa.
Es como si, de pronto,
mis heridas hablaran
y los ramos violetas que envuelven mi corazón
temblasen en la cabeza blanca del cementerio, asÃ
una música absorta se eleva de las casas
e intenta retornar hacia el ave secreta
que te deshace lejos.
En la montaña abierta de par en par.
en aquella celeste puerta por la que ya no pasamos,
nuestras imágenes lanzan gritos agudos
y semejan relieves de cristal y de acero,
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Como si los paisajes fueran cerrojos
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