El lujo
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
BALADA
«¿Dónde estás, dónde, en qué paÃs extraño
has ido a hundir el rostro venerable
en el agua que aniña y que refresca
los insignes harapos? ¿A qué tierra
ignorada del hombre te volviste,
llorando los caudales misteriosos
de una gran deserción, de una congoja
de algo viejo y pesado que se hunde?
¿Por qué caminos fuiste abandonando
el gran oro del sol, cuando mirabas
temblar la tierra, llena del reflejo
de tus antiguos ojos de esmeralda?»
Pocos recuerdan ya tus esplendores,
algún anciano amable, alguna dama
que acaba de expirar te sonreÃa
en su dichoso espejo. Y eso es todo.
Tus huellas más recientes se han perdido
entre la ciudadana indiferencia
de este gran malestar, y algún objeto
sale a veces cual lÃvido fantasma
hasta el ceño y encono de unos ojos
endurecidos. Polvo y terciopelo
son hoy tristes hermanos que se aman.
Mas nosotros seguimos el camino.
Y sin embargo yo te recordaba,
porque de niño pude vislumbrarte
cuando, tus equipajes preparados,
brilló una extraña cola tras la puerta
del dorado salón. Yo nunca supe
si eras hombre o mujer, porque fue un goce
tan cálido aquel soplo amarillento
que tenÃa delante, que confieso
me perdió, cual trastorno, una molicie
frÃa y severa en torno a unos modales
cuyo recuerdo guardo como un santo
la verdad revelada. VÃ un sombrero
tan hermoso, posado en la cabeza
de un ser extraordinario, con sus plumas
de bengala caÃdas con un dejo
de tal inolvidable negligencia,
que me rendà a la sombra de su influjo
ceremonioso. En una mesa antigua
vi unos guantes en tono de canela
escarchados de perlas diminutas.
Ajetreadas gentes se movÃan
sobre un musgo de púrpura, y abajo
de los anchos balcones esperaban
los landeaux, entre un humo delicioso
de caballos que piafan impacientes
con sus sombrÃas riendas perfumadas,
y el primitivo fuego en las antorchas
de los ujieres, pálidos de muerte.
La voz timbrada de una dulce amiga
me dijo adiós, y al ir con reverencia
a besarle la mano en que oprimÃa
un haz de violetas como el cetro
de una divinidad, vi tras los velos
espesos que cubrÃan su semblante
como un tigre que enfunda su fiereza
con felina elegancia. Nunca supe
si era hombre o mujer. Salieron todos
con un frou-frou radiante de festines
y bailes, algo lúgubres en cambio.
OÃ que los cocheros repetÃan:
«¡Hacia San Petersburgo!» En poco tiempo
todo habÃa pasado. Y estas luces,
que alumbran como estrellas en el cielo
el tétrico paisaje de la Historia
se irán helando en siglos y distancias,
en silencioso polvo diamantino,
cual una nebulosa diadema
inalcanzable al ansia del arqueólogo.
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
BALADA
«¿Dónde estás, dónde, en qué paÃs extraño
has ido a hundir el rostro venerable
en el agua que aniña y que refresca
los insignes harapos? ¿A qué tierra
ignorada del hombre te volviste,
llorando los caudales misteriosos
de una gran deserción, de una congoja
de algo viejo y pesado que se hunde?
¿Por qué caminos fuiste abandonando
el gran oro del sol, cuando mirabas
temblar la tierra, llena del reflejo
de tus antiguos ojos de esmeralda?»
Pocos recuerdan ya tus esplendores,
algún anciano amable, alguna dama
que acaba de expirar te sonreÃa
en su dichoso espejo. Y eso es todo.
Tus huellas más recientes se han perdido
entre la ciudadana indiferencia
de este gran malestar, y algún objeto
sale a veces cual lÃvido fantasma
hasta el ceño y encono de unos ojos
endurecidos. Polvo y terciopelo
son hoy tristes hermanos que se aman.
Mas nosotros seguimos el camino.
Y sin embargo yo te recordaba,
porque de niño pude vislumbrarte
cuando, tus equipajes preparados,
brilló una extraña cola tras la puerta
del dorado salón. Yo nunca supe
si eras hombre o mujer, porque fue un goce
tan cálido aquel soplo amarillento
que tenÃa delante, que confieso
me perdió, cual trastorno, una molicie
frÃa y severa en torno a unos modales
cuyo recuerdo guardo como un santo
la verdad revelada. VÃ un sombrero
tan hermoso, posado en la cabeza
de un ser extraordinario, con sus plumas
de bengala caÃdas con un dejo
de tal inolvidable negligencia,
que me rendà a la sombra de su influjo
ceremonioso. En una mesa antigua
vi unos guantes en tono de canela
escarchados de perlas diminutas.
Ajetreadas gentes se movÃan
sobre un musgo de púrpura, y abajo
de los anchos balcones esperaban
los landeaux, entre un humo delicioso
de caballos que piafan impacientes
con sus sombrÃas riendas perfumadas,
y el primitivo fuego en las antorchas
de los ujieres, pálidos de muerte.
La voz timbrada de una dulce amiga
me dijo adiós, y al ir con reverencia
a besarle la mano en que oprimÃa
un haz de violetas como el cetro
de una divinidad, vi tras los velos
espesos que cubrÃan su semblante
como un tigre que enfunda su fiereza
con felina elegancia. Nunca supe
si era hombre o mujer. Salieron todos
con un frou-frou radiante de festines
y bailes, algo lúgubres en cambio.
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«¡Hacia San Petersburgo!» En poco tiempo
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en silencioso polvo diamantino,
cual una nebulosa diadema
inalcanzable al ansia del arqueólogo.
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Amor
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Poemas de Cumpleaños
Poemas de San ValentÃn o
DÃa de los Enamorados
Poemas del DÃa de la Mujer
Poemas del DÃa de las Madres
Poemas del DÃa de los Padres
Poemas de Navidad
Poemas de Halloween
Infantiles
Perdón
Religiosos
Tristeza y Dolor
Desamor
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