La chica de las mil caras
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
Todo tu cuerpo es un inmenso brote de espinas,
pero las aves siguen comiendo en tus manos
y cantan en el bosque como si nada.
Por las noches me enseñas el universo:
hoy han sido las costas de Islandia,
la Edda de Snorri y la promesa de Winland.
Como tu cuerpo está erizado de agujas,
necesito almohadones para amarte;
luego despierto enganchado a tus labios,
cuando el sol es un punto negro en el cielo.
Si hablas, tu voz es una cascada
que arrastra cadáveres y policÃas de uniforme.
Hablas en verso, como Ovidio y Lope,
como el precoz escaldo Egil Skallagrimsson.
A veces te interrumpo. Tus besos llevan oro,
como las Noches de Stevenson o de Mardrus.
Son algo tan brillante. Como una nueva infancia.
No sé si tu destino es catalogar manuscritos,
si has sido bibliotecaria en AlejandrÃa.
Un dÃa vi cómo perseguÃas a un jabalà en Dordoña
(esa noche soñé con el Monarca Oscuro).
PodrÃa hacerte un lecho de lirios o de rosas,
aunque preferirÃa cubrirte de alacranes.
Luego descifrarÃamos papiros mágicos y emblemas.
No sé cómo decirte lo mucho que te amo.
Hace siglos que desaparecieron los torneos.
Jesús sigue muriendo cada dÃa. Hasta cuándo.
Pero Clodoveo decÃa que el Gólgota no serÃa famoso
si él hubiese estado allÃ, en Jerusalén, con sus francos...
Antes leÃamos novelas bizantinas, escuchábamos discos,
no encendÃas jamás la luz en el desván.
Me parecÃa haber vivido dos veces los momentos
y bebÃa del suave terminarse de tus ojos.
Algunos dioses se nos antojaban ridÃculos:
Júpiter, por ejemplo, todos los que mandaban.
Pero las ninfas de las fuentes, los elfos, los dragones,
Mae West y Miriam Hopkins compensaban la perdida.
Hacer versos, nadar, dar de comer a un pájaro,
ejercer de sportwoman como Diana Palmer.
Buscábamos tesoros en el jardÃn de tus abuelos,
bajo ese sol de Heráclito que sigue sin ponerse,
con una Jolly Roger ceñida a la cintura,
saqueando glorietas y naufragando en la piscina.
Y ahora que está aquÃ, mi amor,
tú que eres todas las mujeres,
no sé si voy a ser capaz
de recordarte y recordarme.
Todos vivimos, a la postre,
en una especie de prisión
de la que no podemos salir,
en la que nadie puede entrar.
Pero consta en el Libro Único
que, a pesar de espinas y agujas,
nos amamos alguna vez
y nos amaremos tú y yo.
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
Todo tu cuerpo es un inmenso brote de espinas,
pero las aves siguen comiendo en tus manos
y cantan en el bosque como si nada.
Por las noches me enseñas el universo:
hoy han sido las costas de Islandia,
la Edda de Snorri y la promesa de Winland.
Como tu cuerpo está erizado de agujas,
necesito almohadones para amarte;
luego despierto enganchado a tus labios,
cuando el sol es un punto negro en el cielo.
Si hablas, tu voz es una cascada
que arrastra cadáveres y policÃas de uniforme.
Hablas en verso, como Ovidio y Lope,
como el precoz escaldo Egil Skallagrimsson.
A veces te interrumpo. Tus besos llevan oro,
como las Noches de Stevenson o de Mardrus.
Son algo tan brillante. Como una nueva infancia.
No sé si tu destino es catalogar manuscritos,
si has sido bibliotecaria en AlejandrÃa.
Un dÃa vi cómo perseguÃas a un jabalà en Dordoña
(esa noche soñé con el Monarca Oscuro).
PodrÃa hacerte un lecho de lirios o de rosas,
aunque preferirÃa cubrirte de alacranes.
Luego descifrarÃamos papiros mágicos y emblemas.
No sé cómo decirte lo mucho que te amo.
Hace siglos que desaparecieron los torneos.
Jesús sigue muriendo cada dÃa. Hasta cuándo.
Pero Clodoveo decÃa que el Gólgota no serÃa famoso
si él hubiese estado allÃ, en Jerusalén, con sus francos...
Antes leÃamos novelas bizantinas, escuchábamos discos,
no encendÃas jamás la luz en el desván.
Me parecÃa haber vivido dos veces los momentos
y bebÃa del suave terminarse de tus ojos.
Algunos dioses se nos antojaban ridÃculos:
Júpiter, por ejemplo, todos los que mandaban.
Pero las ninfas de las fuentes, los elfos, los dragones,
Mae West y Miriam Hopkins compensaban la perdida.
Hacer versos, nadar, dar de comer a un pájaro,
ejercer de sportwoman como Diana Palmer.
Buscábamos tesoros en el jardÃn de tus abuelos,
bajo ese sol de Heráclito que sigue sin ponerse,
con una Jolly Roger ceñida a la cintura,
saqueando glorietas y naufragando en la piscina.
Y ahora que está aquÃ, mi amor,
tú que eres todas las mujeres,
no sé si voy a ser capaz
de recordarte y recordarme.
Todos vivimos, a la postre,
en una especie de prisión
de la que no podemos salir,
en la que nadie puede entrar.
Pero consta en el Libro Único
que, a pesar de espinas y agujas,
nos amamos alguna vez
y nos amaremos tú y yo.
"Elsinore" 1972
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