La calle de armas
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
Asà te amaba, voz lejana, cuando decÃas:
AmanecÃa entonces en la calle de Armas...
Era un carro ruidoso de gaseosas, sifones y aguas medicinales
donde la aurora, dulce, sonreÃa
como en triunfal cuadriga de leonados caballos.
Cantaban, enjauladas, desde los hondos patios, las perdices,
y el santero enlazaba de frescos heliotropos
el centro de la Virgen del Socorro.
AbrÃan los torneros sus puertas,
y en la tienda cercana de tejidos
colgaban de las perchas, rÃgidos, los capotes
y las listadas telas flameaban al indolente aire
como paramentos suntuosos abatidos sobre murientes fiestas.
Las barberÃas humildes,
el azogue manchado del espejo,
irisaban de un rosa pálido de pomadas,
de un azul de colonias, de verdes brillantinas,
como un pavo real entreabriendo el ocaso purpúreo de su cola.
Y los moldes de lata para dulces,
las jaulas, las parrillas, los grandes rayadores,
como escudos vencidos de guerreros,
colgaban en la puerta del latonero hábil,
donde el estaño finge un pez que salta lÃquido.
En el número 7 de la calle de Armas,
al pasar, el estÃo soplaba sus vaharadas de esencias turbadoras:
inmóvil mediodÃa en las eras calientes
cuando un sátiro joven deja caer el chorro de agua de su flauta.
Allà estaban las hoces, las trallas, los rastrillos,
las cribas, los sombreros de segador, los bieldos,
y Junio respiraba coronado de adelfas
que mustian los deseos con sus labios ardientes.
Sobre grandes canastos
se encontraban la yesca y el laurel victorioso,
las navajas y el huevo de zurcir calcetines;
y en papeles aparte, la sal y los cominos,
el azafrán bermejo, como cabellos cárdenos de corsarios turquÃes,
el orégano amargo y el perejil fragante.
MarÃa Francisca, abeja en panal de almidón,
con delantales blancos de caladas vainicas, por la confiterÃa
repartÃa la dicha en cajas de sorpresa,
con estampas brillantes de fabulosos pájaros en selvas irreales
y misteriosas cruces que acercando a los ojos,
enseñaban la casa santa de Loreto
o la gruta de Lourdes.
Cuando la tienda estaba dormida en la bateas al sopor de las moscas,
sus prodigiosas manos,
con tibias tenacillas y el ámbar de sus uñas,
rizaban los manteles albos de los altares,
los amitos, roquetes, los finos pañizuelos eucarÃsticos
y los mismos repliegues, idénticas cenefas
que bordaban de crema los pasteles de hojaldre,
cándidas margaritas, abullonadas nubes,
rodeaban el sacro pelÃcano sangrante
y el vellón inocente del Agnus Dei.
Con un largo quejido
anunciaba el sillero amarillas aneas,
y el vendedor de cuadros extendÃa sus cromos
donde una mujer rubia, con el cabello suelto
y felpa de brillantes,
desde una rosaleda, arrojaba a los cisnes blancos copos de almendro,
mientras la muerte rema, adornada de flores,
por el viejo taller del relojero,
en la dorada barca del tiempo, al compás de la péndola.
tenue cual la guadaña abatiendo las mieses.
AsÃ, lejana, voz perdida, te amaba cuando decÃas:
Era el amanecer en la calle de Armas...
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
Asà te amaba, voz lejana, cuando decÃas:
AmanecÃa entonces en la calle de Armas...
Era un carro ruidoso de gaseosas, sifones y aguas medicinales
donde la aurora, dulce, sonreÃa
como en triunfal cuadriga de leonados caballos.
Cantaban, enjauladas, desde los hondos patios, las perdices,
y el santero enlazaba de frescos heliotropos
el centro de la Virgen del Socorro.
AbrÃan los torneros sus puertas,
y en la tienda cercana de tejidos
colgaban de las perchas, rÃgidos, los capotes
y las listadas telas flameaban al indolente aire
como paramentos suntuosos abatidos sobre murientes fiestas.
Las barberÃas humildes,
el azogue manchado del espejo,
irisaban de un rosa pálido de pomadas,
de un azul de colonias, de verdes brillantinas,
como un pavo real entreabriendo el ocaso purpúreo de su cola.
Y los moldes de lata para dulces,
las jaulas, las parrillas, los grandes rayadores,
como escudos vencidos de guerreros,
colgaban en la puerta del latonero hábil,
donde el estaño finge un pez que salta lÃquido.
En el número 7 de la calle de Armas,
al pasar, el estÃo soplaba sus vaharadas de esencias turbadoras:
inmóvil mediodÃa en las eras calientes
cuando un sátiro joven deja caer el chorro de agua de su flauta.
Allà estaban las hoces, las trallas, los rastrillos,
las cribas, los sombreros de segador, los bieldos,
y Junio respiraba coronado de adelfas
que mustian los deseos con sus labios ardientes.
Sobre grandes canastos
se encontraban la yesca y el laurel victorioso,
las navajas y el huevo de zurcir calcetines;
y en papeles aparte, la sal y los cominos,
el azafrán bermejo, como cabellos cárdenos de corsarios turquÃes,
el orégano amargo y el perejil fragante.
MarÃa Francisca, abeja en panal de almidón,
con delantales blancos de caladas vainicas, por la confiterÃa
repartÃa la dicha en cajas de sorpresa,
con estampas brillantes de fabulosos pájaros en selvas irreales
y misteriosas cruces que acercando a los ojos,
enseñaban la casa santa de Loreto
o la gruta de Lourdes.
Cuando la tienda estaba dormida en la bateas al sopor de las moscas,
sus prodigiosas manos,
con tibias tenacillas y el ámbar de sus uñas,
rizaban los manteles albos de los altares,
los amitos, roquetes, los finos pañizuelos eucarÃsticos
y los mismos repliegues, idénticas cenefas
que bordaban de crema los pasteles de hojaldre,
cándidas margaritas, abullonadas nubes,
rodeaban el sacro pelÃcano sangrante
y el vellón inocente del Agnus Dei.
Con un largo quejido
anunciaba el sillero amarillas aneas,
y el vendedor de cuadros extendÃa sus cromos
donde una mujer rubia, con el cabello suelto
y felpa de brillantes,
desde una rosaleda, arrojaba a los cisnes blancos copos de almendro,
mientras la muerte rema, adornada de flores,
por el viejo taller del relojero,
en la dorada barca del tiempo, al compás de la péndola.
tenue cual la guadaña abatiendo las mieses.
AsÃ, lejana, voz perdida, te amaba cuando decÃas:
Era el amanecer en la calle de Armas...
"Antiguo muchacho" 1950
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