Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
Creemos, amor mÃo, que aquellos paisajes
se quedaron dormidos o muertos con nosotros
en la edad, en el dÃa en que los habitamos;
que los árboles pierden la memoria
y las noches se van, dando al olvido
lo que las hizo hermosas y tal vez inmortales.
Pero basta el más leve palpitar de una hoja,
una estrella borrada que respira de pronto
para vernos los mismos alegres que llenamos
los lugares que juntos nos tuvieron.
Y asà despiertas hoy, mi amor, a mi costado,
entre los groselleros y las fresas ocultas
al amparo del firme corazón de los bosques.
Allà está la caricia mojada de rocÃo,
las briznas delicadas que refrescan tu lecho,
los silfos encantados de ornar tu cabellera
y las altas ardillas misteriosas que llueven
sobre tu sueño el verde menudo de las ramas.
Sé feliz, hoja, siempre: nunca tengas otoño,
hoja que me has traÃdo
con tu temblor pequeño
el aroma de tanta ciega edad luminosa.
Y tú, mÃnima estrella perdida que me abres
las Ãntimas ventanas de mis noches más jóvenes,
nunca cierres tu lumbre
sobre tantas alcobas que al alba nos durmieron
y aquella biblioteca con la luna
y los libros aquellos dulcemente caÃdos
y los montes afuera desvelados cantándonos.
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