Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
Mas no supieron nunca
que nos amamos,
y la fuente que llora
solitaria en la sombra
nunca vio reflejarse nuestra dicha
en la dulzura inmóvil de sus ondas.
La galerÃa sueña con sus viejos retratos
en marcos de oro, y con sus paisajes
de monterÃas invernales,
donde hay un dulce ciervo que brama porque un perro
hinca furiosamente los colmillos
en sus ijares espumosos,
pero la galerÃa que duerme desde el tiempo
de aquellas cacerÃas en la Sierra
nunca supo que nos amamos.
El comedor se alumbra con los pámpanos
de la parra que escala los balcones.
Se perfuma en un hálito de fruteros repletos
de fresas, de manzanas y de peras,
y el viejo aparador de caoba se yergue
en la severidad de hace cien años,
mas nunca supo, envuelto en el vaho otoñal,
que nos amamos.
SubÃamos riendo la escalera
hasta llegar al palomar todo blanco.
El patio parecÃanos entonces algo triste.
Los rayos en las vagas madreselvas
dirÃanse un enjambre de irritadas abejas.
El olor del invierno persistÃa
en los abandonados corredores.
La sombra de las hojas se movÃa en los muebles
enfundados del gran comedor solitario.
Bajo aquel cielo azul de primavera,
en aquel palomar completamente blanco,
solos, entre aleteos y arrullos de palomas,
desnudos y tendidos sobre el sol nos amamos.
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