Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
A Federico GarcÃa Lorca
1
Quiero acordarme de una ciudad deshecha
junto a sus dos rÃos sedientos;
quiero acordarme de la muerte de los jardines, del
agua verde que beben las palomas,
ahora que tú bailas, y cantas con una voz áspera de
campamento;
quiero acordarme de la nieve que vuelve con la lluvia
para humedecer su boca de viento dormido, su luna
abierta entre la yedra.
Quiero acordarme de mis amigos, ay, de cómo
dormirá una mujer
que he querido.
Baila, aliento triste, alarido oscuro. Lleva tus pies
de acero sobre los alacranes
que tiemblan por las hojas de la madera,
golpeando sus tenazas de polvo
cerca de tu piel.
Baila, amanecida; empuja el aire con el calor del
cuello, con la serpiente que conduces rota
en la mano enamorada y dura.
Yo estoy pendiente de ti, ensombrecido: tu canto
me enfrÃa la cara, me envenena el vello.
Qué harÃa para poder estar quieto,
abierto en tu garganta llena de barro,
hasta resbalarme por tu pecho, como una llama de rocÃo.
Baila sobre el desierto caliente,
Nilo de voz, delta de aire perecible.
2
Quisiera oÃr su voz que duerme inmensa con su narciso
de sangre en el cuello,
con su noche abandonada en la tierra.
Quisiera ver su cara caÃda, impaciente sobre el amanecer,
junto a su viola de luz insuperable, a su ángel tibio;
su labio con su muerte, con su flor deliciosa sumergida.
AsÃ, ofrecido; luna de jardÃn, perfume de fuente,
de amor sin amor;
ah, su alto rÃo encerrado, vagando por la aurora.
3
Rosa de cielo, de espacio melancólico;
Orfeo de aire, numeroso solo. Quien verá
su sombra cubriendo los árboles
o volviendo del agua, desnuda. Quién verá
la tarde que contuvo su cara de hombre muerto.
su soledad esparcida entre los rÃos.
4
Baila, que él tiene el cuerpo cubierto de verguenza
y la lengua seca saliéndole por la boca dulce,
como una vena perdida.
Yo pienso en él, y ya no me duele el silencio,
porque nunca estará más cerca de la luz
que en su muerte. Su pobre muerte
encadenada.
¡Ya ve su sueño en el desierto!
Las altas tardes que van naciendo del mar, los pájaros
con los árboles de las colinas; las gentes aún pegadas
a las sombras,
a los rÃos oscuros de la carne-
Su muerte, sÃ, su muerte, un poco de la nuestra;
de nuestra muerte sin premura. Ya estás ahÃ, solo
como alguno de nosotros en la vida.
Duerme, triste mÃo, perdido, que yo estoy oyendo
el canto del adufe que viene del desierto.
Enero 18 de 1937
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