Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
¡Oh! Dadme, libre ya de esta escena sin alma,
escuchar a aquel músico viejo, ciego y canoso,
a quien, desde los brazos del alma, besé un dÃa:
sus aires escoceses y sus bélicas marchas,
a la luz de la luna, en perfumada noche
de estÃo, mientras danzo junto al heno esparcido,
con chicas que sonrÃen entre un brillo de bucles.
O, si el ocaso pone su púrpura en remansos
del lago en calma, terso, dejadme que me esconda,
sin ser visto ni oÃdo, tras los alisos. Flota,
atada a sus raÃces una lancha de pesca,
y en su asiento atildado descansa Edmundo y deja
que le mezca la lancha perezosa, y arranca
a su flauta una música tan ardiente y tan triste,
que unas lágrimas dulces en el rostro le tiemblan.
Y si corre, Ana mÃa, el viento de la noche
y la ráfaga hiciese crujir el cobertizo
y chillar agriamente al gallo, entre la lluvia,
¡qué bueno oÃrte alguna balada triste, triste,
de un náufrago perdido, que flota en la tormenta
y a quien, bajo la arena, su viejo amor sepulta!
OÃrte, ¡oh, delicada mujer! , pues tu voz guarda
todas las melodÃas y goces melancólicos
de la Naturaleza: de pájaros y de árboles,
del quejumbroso mar en las cavernas verdes,
y música y murmullo de donde tiembla, rÃgida,
al súbito airecillo, la hierba en los brezales.
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