Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
Vosotros conocisteis la generosa luz de la inocencia.
Entre las flores silvestres recogisteis cada mañana
el último, el pálido eco de la postrer estrella.
Bebisteis ese cristalino fulgor,
que con una mano purÃsima
dice adiós a los hombres detrás de la fantástica
presencia montañosa.
Bajo el azul naciente,
entre las luces nuevas, entre los puros céfiros primeros,
que vencÃan a fuerza de -candor a la noche,
amanecisteis cada dÃa, porque cada dÃa la túnica casi
húmeda
se desgarraba virginalmente para amaros,
desnuda, pura, inviolada.
Aparecisteis entre la suavidad de las laderas,
donde la hierba apacible ha recibido eternamente el
beso instantáneo de la luna.
Ojo dulce, mirada repentina para un mundo estremecido
que se siente inefable más allá de su misma apariencia.
La música de los rÃos, la quietud de las alas,
esas plumas que todavÃa con el recuerdo del dÃa se
plegaron para el amor como para el sueño,
entonaban su quietÃsimo éxtasis
bajo el mágico soplo de la luz,
luna ferviente que aparecida en el cielo
parece ignorar su efÃmero destino transparente.
La melancólica inclinación de los montes
no significaba el arrepentimiento terreno
ante la inevitable mutación de las horas:
era más bien la tersura, la mórbida superficie del mundo
que ofrecÃa su curva como un seno hechizado.
Allà vivisteis. Allà cada dÃa presenciasteis la tierra,
la luz, el calor, el sondear lentÃsimo
de los rayos celestes que adivinaban las formas,
que palpaban tiernamente las laderas, los valles,
los rÃos con su ya casi brillante espada solar,
acero vÃvido que guarda aún, sin lágrimas, la amarillez
tan Ãntima,
la plateada faz de la luna retenida en sus ondas.
Allà nacÃan cada mañana los pájaros,
sorprendentes, novÃsimos, vividores, celestes.
Las lenguas de la inocencia
no decÃan palabras:
entre las ramas de los altos álamos blancos
sonaban casi también vegetales, como el soplo en las
frondas.
¡Pájaros de la dicha inicial, que se abrÃan
estrenando sus alas, sin perder la gota virginal del rocÃo!
Las flores salpicadas, las apenas brillantes florecillas del
soto,
eran blandas, sin grito, a vuestras plantas desnudas.
Yo os vi, os presentÃ, cuando el perfume invisible
besaba vuestros pies, insensibles al beso.
¡No crueles: dichosos! En las cabezas desnudas
brillaban acaso las hojas iluminadas del alba.
Vuestra frente se herÃa, ella misma, contra los rayos
dorados, recientes, de la vida,
del sol, del amor, del silencio bellÃsimo.
No habÃa lluvia, pero unos dulces brazos
parecÃan presidir a los aires,
y vuestros cabellos sentÃan su hechicera presencia,
mientras decÃais palabras a las que el sol naciente daba
magia de plumas.
No, no es ahora, cuando la noche va cayendo,
también con la misma dulzura pero con un levÃsimo
vapor de ceniza,
cuando yo correré tras vuestras sombras amadas.
Lejos están las inmarchitas horas matinales,
imagen feliz de la aurora impaciente,
tierno nacimiento de la dicha en los labios,
en los seres vivÃsimos que yo amé en vuestras márgenes.
El placer no tomaba el temeroso nombre de placer,
ni el turbio espesor de los bosques hendidos,
sino la embriagadora nitidez de las cañadas abiertas
donde la luz se desliza con sencillez de pájaro.
Por eso os amo, inocentes, amorosos seres mortales
de un mundo virginal que diariamente se repetÃa
cuando la vida sonaba en las gargantas felices
de las aves, los rÃos, los aires y los hombres.
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