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SÁtira segunda a arnesto - Poemas de Gaspar Melchor de Jovellanos



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SÁtira segunda a arnesto
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008

Perit omnis in illo nobilitas, cujus laus est in origine sola.        
      Lucano


¿De qué sirve
la clase ilustre, una alta descendencia,        
sin la virtud?
¿Ves, Arnesto, aquel majo en siete varas
de pardomonte envuelto, con patillas        
de tres pulgadas afeado el rostro,
magro, pálido y sucio, que al arrimo        
de la esquina de enfrente nos acecha
con aire sesgo y baladí? Pues ése,        
ése es un nono nieto del Rey Chico.

Si el breve chupetín, las anchas bragas        
y el albornoz, no sin primor terciado,
no te lo han dicho; si los mil botones,        
de filigrana berberisca que andan
por los confines del jubón perdidos        
no lo gritan, la faja, el guadijeño,
el arpa, la bandurria y la guitarra        
lo cantarán. No hay duda: el tiempo mismo
lo testifica. Atiende a sus blasones:        
sobre el portón de su palacio ostenta,
grabado en berroqueña, un ancho escudo        
de medias lunas y turbantes lleno.

Nácenle al pie las bombas y las balas        
entre tambores, chuzos y banderas,
como en sombrío matorral los hongos.        
El águila imperial con dos cabezas
se ve picando del morrión las plumas        
allá en la cima, y de uno y otro lado,
a pesar de las puntas asomantes,        
grifo y león rampantes le sostienen.
Ve aquí sus timbres, pero sigue, sube,        
entra y verás colgado en la antesala
el árbol gentilicio, ahumado y roto        
en partes mil; empero de sus ramas,
cual suele el fruto en la pomposa higuera,        
sombreros penden, mitras y bastones.

En procesión aquí y allí caminan        
en sendos cuadros los ilustres deudos,
por hábil brocha al vivo retratados.        
¡Qué gregüescos! ¡Qué caras! ¡Qué bigotes!
El polvo y telarañas son los gajes        
de su vejez. ¿Qué más? Hasta los duros
sillones moscovitas y el chinesco        
escritorio, con ámbar perfumado,
en otro tiempo de marfil y nácar        
sobre ébano embutido, y hoy deshecho,
la ancianidad de su solar pregonan.        
Tal es, tan rancia y tan sin par su alcurnia,
que aunque embozado y en castaña el pelo,        
nada les debe a Ponces ni Guzmanes.

No los aprecia, tiénese en más que ellos,        
y vive así. Sus dedos y sus labios
del humo del cigarro encallecidos,        
índe son de su crianza. Nunca
pasó del B-A ba. Nunca sus viajes
más allá de Getafe se extendieron.        
Fue antaño allá por ver unos novillos
junto con Pacotrigo y la Caramba.        
Por señas, que volvió ya con estrellas,
beodo por demás, y durmió al raso.        
Examínale. ¡Oh idiota!, nada sabe.
Trópicos, era, geografía, historia        
son para el pobre exóticos vocablos.

Dile que dende el hondo Pirineo        
corre espumoso el Betis a sumirse
de Ontígola en el mar, o que cargadas        
de almendra y gomas las inglesas quillas
surgen en Puerto Lápichi, y se levan        
llenas de estaño y de abadejo. ¡Oh!, todo,
todo lo creerá, por más que añadas        
que fue en las Navas Witiza el santo
deshecho por los celtas, o que invicto        
triunfó en Aljubarrota Mauregato.

¡Qué mucho, Arnesto, si del padre Astete        
ni aun leyó el catecismo! Mas no creas
su memoria vacía. Oye, y diráte        
de Cándido y Marchante la progenie;
quién de Romero o Costillares saca        
la muleta mejor, y quién más limpio
hiere en la cruz al bruto jarameño.        
Haráte de Guerrero y la Catuja
larga memoria, y de la malograda,
de la divina Lavenant, que ahora        
anda en campos de luz paciendo estrellas,
la sal, el garabato, el aire, el chiste,        
la fama y los ilustres contratiempos
recordará con lágrimas. Prosigue,        
si esto no basta, y te dirá qué año,
qué ingenio, qué ocasión dio a los chorizos        
eterno nombre, y cuántas cuchilladas,
dadas de día en día, tan pujantes        
sobre el triste polaco los mantiene.

Ve aquí su ocupación; ésta es su ciencia.        
No la debió ni al dómine, ni al tanto
de su ayo mosén Marc, sólo ajustado        
para irle en pos cuando era señorito.
Debiósela a cocheros y lacayos,        
dueñas, fregonas, truhanes y otros bichos
de su niñez perennes compañeros;        
mas sobre todo a Pericuelo el paje,
mozo avieso, chorizo y pepillista        
hasta morir, cuando le andaba en torno.
De él aprendió la jota, la guaracha,        
el bolero, y en fin, música y baile.
Fuele también maestro algunos meses        
el sota Andrés, chispero de la Huerta
con quien, por orden de su padre, entonces        
pasar solía tardes y mañanas
jugando entre las mulas. Ni dejaste
de darle tú santísimas lecciones,        
oh Paquita, después de aquel trabajo
de que el Refugio te sacó, y su madre        
te ajustó por doncella. ¡Tanto puede
la gratitud en generosos pechos!        
De ti aprendió a reírse de sus padres,
y a hacer al pedagogo la mamola,        
a pellizcar, a andar al escondite,
tratar con cirujanos y con viejas,        
beber, mentir, trampear, y en dos palabras,
de ti aprendió a ser hombre... y de provecho.        

Si algo más sabe, débelo a la buena
de doña Ana, patrón de zurcidoras,        
piadosa como Enone, y más chuchera
que la embaidora Celestina. ¡Oh cuánto        
de ella alcanzó! Del Rastro a Maravillas,
del alto de San Blas a las Bellocas,        
no hay barrio, calle, casa ni zahúrda
a su padrón negado. ¡Cuántos nombres        
y cuáles vido en su librete escritos!
Allí leyó el de Cándida, la invicta,        
que nunca se rindió, la que una noche
venció de once cadetes los ataques,        
uno en pos de otro, en singular batalla.

Allí el de aquella siete veces virgen,        
más que por esto, insigne por sus robos,
pues que en un mes empobreció al indiano,        
y chupó a un escocés tres mil guineas,
veinte acciones de banco y un navío.        
Allí aprendió a temer el de Belica
la venenosa, en cuyos dulces brazos        
más de un galán dio el último suspiro;
y allí también en torpe mescolanza        
vio de mil bellas las ilustres cifras,
nobles, plebeyas, majas y señoras,        
a las que vio nacer el Pirineo,
des Junquera hasta do muere el Miño,        
y a las que el Ebro y Turia dieron fama
y el Darro y Betis todos sus encantos;        
a las de rancio y perdurable nombre,
ilustradas con turca y sombrerillo,        
simón y paje, en cuyo abono sudan
bandas, veneras, gorras y bastones        
y aun (chito, Arnesto) cuellos y cerquillos;
y en fin, a aquellas que en nocturnas zambras,        
al son del cuerno congregadas, dieron
fama a la Unión que de una imbécil Temis        
toleró el celo y castigó la envidia.

¡Ah, cuánto allí la cifra de tu nombre        
brillaba, escrita en caracteres de oro,
oh Cloe! solo deslumbrar pudiera        
a nuestro jaque, apenas de las uñas
de su doncella libre. No adornaban        
tu casa entonces, como hogaño, ricas
telas de Italia o de Cantón, ni lustros        
venidos del Adriático, ni alfombras,
sofá, otomana o muebles peregrinos.        
Ni la alegraban, de Bolonia al uso,
la simia, il pappagallo e la spinetta.        
La salserilla, el sahumador, la esponja,
cinco sillas de enea, un pobre anafe,        
un bufete, un velón y dos cortinas
eran todo tu ajuar, y hasta la cama,        
do alzó después tu trono la fortuna,
¡quién lo diría!, entonces era humilde.        

Púsote en zancos el hidalgo y diote
a dos por tres la escandalosa buena        
que treinta años de afanes y de ayuno
costó a su padre. ¡Oh, cuánto tus jubones,        
de perlas y oro recamados, cuánto
tus francachelas y tripudios dieron        
en la cazuela, el Prado y los tendidos
de escándalo y envidia! Como el humo        
todo pasó: duró lo que la hijuela.
¡Pobre galán! ¡Qué paga tan mezquina        
se dio a tu amor! ¡Cuán presto le feriaron
al último doblón el postrer beso!        
Viérasle, Arnesto, desolado, vieras
cuál iba humilde a mendigar la gracia        
de su perjura, y cuál correspondía
la infiel con carcajadas a su lloro.        

No hay medio; le plantó; quedó por puertas...
¿Qué hará? ¿Su alivio buscará en el juego?        
¡Bravo! Allí olvida su pesar. Prestóle
un amigo... ¡Qué amigo! Ya otra nueva        
esperanza le anima. ¡Ah! salió vana...
Marró la cuarta sota. Adiós, bolsillo...        
Toma un censo... Adelante; mas perdióle
al primer trascartón, y quedó asperges.        
No hay ya amor ni amistad. En tan gran cuita
se halla ¡oh Zulem Zegrí! tu nono nieto.        
¿Será más digno, Arnesto, de tu gracia
un alfeñique perfumado y lindo,        
de noble traje y ruines pensamientos?
Admiran su solar el alto Auseva,        
Limia, Pamplona o la feroz Cantabria,
mas se educó en Sorez. París y Roma        
nueva fe le infundieron, vicios nuevos
le inocularon; cátale perdido,        
no es ya el mismo. ¡Oh, cuál otro el Bidasoa
tornó a pasar! ¡Cuál habla por los codos!        
¿Quién calará su atroz galimatías?
Ni Du Marsais ni Aldrete le entendieran.        

Mira cuál corre, en polisón vestido,
por las mañanas de un burdel en otro,        
y entre alcahuetas y rufianes bulle.
No importa: viaja incógnito, con palo,        
sin insignias y en frac. Nadie le mira.
Vuelve, se adoba, sale y huele a almizcle        
desde una milla... ¡Oh, cómo el sol chispea
en el charol del coche ultramarino!        
¡Cuál brillan los tirantes carmesíes
sobre la negra crin de los frisones!...        
Visita, come en noble compañía;
al Prado, a la luneta, a la tertulia        
y al garito después. ¡Qué linda vida,
digna de un noble! ¿Quieres su compendio?        

Puteó, jugó, perdió salud y bienes,
y sin tocar a los cuarenta abriles        
la mano del placer le hundió en la huesa.
¡Cuántos, Arnesto, así! Si alguno escapa,        
la vejez se anticipa, le sorprende,
y en cínica e infame soltería,        
solo, aburrido y lleno de amarguras,
la muerte invoca, sorda a su plegaria.        
Si antes al ara de Himeneo acoge
su delincuente corazón, y el resto        
de sus amargos días le consagra,
¡triste de aquella que a su yugo uncida        
víctima cae! Los primeros meses
la lleva en triunfo acá y allá, la mima,        
la galantea... Palco, galas, dijes,
coche a la inglesa... ¡Míseros recursos!        
El buen tiempo pasó. Del vicio infame
corre en sus venas la cruel ponzoña.        

Tímido, exhausto, sin vigor... ¡Oh rabia!
El tálamo es su potro...        
Mira, Arnesto,
cuál desde Gades a Brigancia el vicio
ha inficionado el germen de la vida,        
y cuál su virulencia va enervando
la actual generación. ¡Apenas de hombres        
la forma existe...! ¡Adónde está el forzudo
brazo de Villandrando? ¿Dó de Argüello        
o de Paredes los robustos hombros?
El pesado morrión, la penachuda        
y alta cimera, ¿acaso se forjaron
para cráneos raquíticos? ¿Quién puede        
sobre la cuera y la enmallada cota
vestir ya el duro y centellante peto?        
¿Quién enristrar la ponderosa lanza?
¿Quién?... Vuelve ¡oh fiero berberisco, vuelve,        
y otra vez corre desde Calpe al Deva,
que ya Pelayos no hallarás, ni Alfonsos        
que te resistan; débiles pigmeos
te esperan. De tu corva cimitarra        
al solo amago caerán rendidos...

¿Y es éste un noble, Arnesto? ¿Aquí se cifran        
los timbres y blasones? ¿De qué sirve
la clase ilustre, una alta descendencia,        
sin la virtud? Los nombres venerandos
de Laras Tellos, Haros y Girones,        
¿qué se hicieron? ¿Qué genio ha deslucido
la fama de sus triunfos? ¿Son sus nietos        
a quienes fía su defensa el trono?
¿Es ésta la nobleza de Castilla?        
¿Es éste el brazo, un día tan temido,
en quien libraba el castellano pueblo        
su libertad? ¡Oh vilipendio! ¡Oh siglo!
Faltó el apoyo de las leyes. Todo        
se precipita; el más humilde cieno
fermenta, y brota espíritus altivos,        
que hasta los tronos del Olimpo se alzan.
¿Qué importa? Venga denodada, venga        
la humilde plebe en irrupción y usurpe
lustre, nobleza, títulos y honores.        
Sea todo infame behetría: no haya
clases ni estados. Si la virtud sola        
les puede ser antemural y escudo,
todo sin ella acabe y se confunda.

                                   




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