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Acaso: seiscientos versos a rábena - Poemas de Irmina Serrano Estévez



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Acaso: seiscientos versos a rábena
Poema publicado el 01 de Marzo de 2024

I

Recuerda, Rábena, cuando me ofreciste
disfrutar del más delicioso y dulce vino,
ese mismo que en sus odas alabara Anacreonte.

Recuerda que con la copa ya cerca de mis labios
quisiste convencerme de que anduviera el camino de la vida.
Con sólo el perfume del licor se embriagó mi alma.

Yo cerré los ojos cavilando:
No habré de saber de nadie,
pues nadie habrá de entenderme, ni creerme, ni quererme.
No habrán de distraerme los rojos ababoles,
ni los astros rugientes cuando acudan a alumbrarme
con sus fastos de luz y su contento.
Acaso azote el viento mis desvencijados huesos
y los parta en tantos trozos
que pierda la esperanza de volver a sujetarlos.
Las sombras, como demonios, me saldrán al paso
y treparán por mi cuerpo con un deseo incontrolado.

Bebí, Rábena, de tu vino y de mis versos.
Dije sí a tu propuesta.
Tú trazaste un plano sobre mi alma.

Salí a la vida al levantarse la mañana.
La aurora llevaba amapolas en su vientre:
rojas almas que los céfiros volaban por la tierra.
Yo llevaba clavadas mil lanzas en el pecho.

II

Hoy se me han venido las lágrimas al alma.
He querido dormir, Rábena.
He querido dormir, pues el daño es digno de ser alejado.

He querido en el blanco de mi lecho guardarme,
para que el dulce y alado Morfeo acudiera a mí
e hiciera de mi tormento un sueño.

He querido dormir, Rábena.
He querido entre las nubes de mi cama tenerme,
como si la noche fuese a durar la vida entera.

Después, en un torrente incontrolado,
las lágrimas se han ido perdiendo.

III

¡Qué puedes esperar de mí sino ofensas,
el fracaso que hasta la infamia he de recitar ahora
y que he de proferir con las fanfarrias de una farsa,
con las fiestas que reprocha mi razón,
con los pulcros disfraces de mi corazón!
Fatalidad… Fatalidad…
¿Todo es tan fatídico como me parece?
Infortunio… Infortunio…
Las fantasías de mis versos me confortan.
Más allá de la finiestra que de par en par se abre
existe un mundo fulgurante y fabuloso;
pero en ínfimas fechorías voy pensando,
y en las afrentas que me han de fruncir la piel.
¡Qué poco afín a mí es este Fa de fas compuesto:
esa ni grave ni aguda nota que calificaré de exacta
y que escucho enfundada en mi afligido frenesí!
Fuegos que arden en mi alma,
funámbulos que con allegro tempo ruedan
y que se aferran al enfangado de mi espíritu
—esa cuerda floja que no cesa de fluctuar—.
Hasta mí llegan las fútiles florituras de un desfile:
cada ser se afana en contemplarse sin sofoco.
Vivo en clave de Sol.
¡Pero qué Fa tan sublime y sugerente escucho!
La frecuencia de su vibración la desconozco,
mas sé que estoy en clave de Sol.
Permíteme, Rábena, un breve inciso…
Flautistas:
bufad, bufad con fuerza
y hacedme danzar en el infierno.

IV

Dices que mi alma es capricho de los dioses,
un capricho enrevesado y absurdo.
Dices que deliro: ¡será verdad!
Dices que me traiciona el pensamiento
y que mi afectación es tan sólo chifladura:
síntomas, señales de mi enloquecimiento.
Dices que, a pesar de todo, soy efímera y humana.
Pero yo me siento inmortal,
pues inmortal es quien no ha de dejarse morir.
Sabes que sobre mi frente llevo una corona de laureles.

V

Vuelves a llenar mi deshabitada copa.
Quieres dejar en mi boca el ardiente vino.
¡Hazlo! Bien sabes que más removerás mi ánimo.
Te afanaste tantas veces en sofocar mi aliento,
y es tan terco el fondo de tu alma
que nuevamente al mundo me arrastras.
Acércame ya tu preciado caldo.
Yo besaré con tiento la orilla de este cáliz:
el fino encaje de oro y bronce de su borde,
y acaso, acaso, acaso beba,
pues el lugar en que me hallo es apenas habitable.

VI

De tus manos colgaban ayer las vides…
La inspiración resbalaba por mi frente ayer…
¿Cómo quieres que acierte a comprenderte?
¡Cómo, si con tragicómico proceder
ya cualquier intento arruinaste!
¡Cómo, si te divertías al calor del vino,
dando a tu escote el color de las cerezas
y a tu rostro un sonrojo de granadas!
¡Cómo, si consciente de tu pecho inmune
y palpitante pretendías razonar y convencerme!
¡Qué azaroso es cada segundo de mi vida!
Demóstenes te auxilie:
Ars bene dicendi.
Ansiabas ganarme con las violetas de tu copa.
A mi salud alzaste el turbio del cristal;
decías que poco o nada de la vida entiendo,
que vivo enajenada y presa de mí misma,
que he de salir al mundo como sea.
Pero, Rábena, Rábena, yo vivo de lo sublime
y del eterno murmullo de los dioses.
O tempora, o mores.
Me desvanecí sobre las hojas secas.
Había retrocedido unos pasos
por ver si olvidabas tus propósitos,
pero tomé del turbador y oscuro líquido.
Tú, bárbara como un escita,
pues ni del agua clara o del hielo te valiste.
Crujían las hojas, como mi alma crujía,
como crujía el arruinado pensamiento.
¡Deja de verter sobre mí tus bebedizos!
Denunciaré estas malas artes.
«Son simples conjeturas», me dirás
con la cucarda brotando en tu solapa.
Hoy, sin nada más que decirte…

VII

He abrigado mi alma con esponjosas lanas.
He salido a la vida y al mundo.
Mi cabello se ha enredado con el volar de las aves
—una y otra vez aleteando en su jugar de plumas—.
Sobre la húmeda hierba he danzado
mientras contemplaba el infinito;
pero al río, Rábena, he caído tontamente.
Acaso no debí sumirme en abstracciones…
Más allá debieron llegar mis pasos, más allá…
La luna era un aljófar en una fosa de hierro,
el hierro de la tarde se oxidaba ante mis ojos,
y yo me entretenía bajo la luna y el hierro.
Las aguas han sujetado con sus manos mi alma;
y yo, apoyada en un tronco hueco y viejo
—una barquichuela sin amo—,
he llegado hasta los juncos de la orilla.

VIII

Recuerda, Rábena, cuando aquella vez
una golondrina anidó en un saliente del tejado.
Tú decías que era un mirlo,
y yo, en un estado entre patético y enfebrecido,
pedía que entendieras, que entendieras…
Hoy, como aquel día, te has dado media vuelta,
y todo porque una gaviota te parecía un albatros.
Permíteme un aplauso por evitar una disputa;
pero así, Iriarte nunca hubiera dado paso a su fábula.
Pondré mis carnes al calor de la lumbre.
Mi herida poco duele, se va acostumbrando a la vida.

IX

Te mentí, Rábena. Te he mentido.
Como a ti, las fosas del tiempo me esperan:
el turbión de acero caerá sobre mi alma,
y los inmemoriales de la vida cubrirán mi cuerpo.
Si trascendieran mis poemas, como Lope,
te diría que con la muerte morir es imposible;
mas el silencio se apropiará de mis palabras
para no volverlas a dejar sonar jamás.
Y es que nadie supo que la puente era el puente,
que lo que se ha rompido se ha roto.
Nadie rebuscó entre las profundas sombras
que se han permitido las luces esconder.
Nadie comprendió la desmedida poética
o los versos tantas veces mutilados.
¿Acaso alguien percibió mi gramática?

X

Si hubieses ido, Rábena, a buscarme
el día en que los vientos me empujaron.
Sobre la hierba húmeda yo bailaba.
Yo cantaba:
Marlbrough s´en va-t-en guerre.
¡Oh, flowerin rush!
Cada racimo de sus flores rosas
me pudo haber entretenido.
Pero rabiosos vientos me empujaron.
Cuando me agarré al tronco
—la pequeña barca sin amo—,
me propuse ver el reverso de las cosas.
Cuatro cristales…
Cuatro cristales…
Comprende que el corazón traiciona
y que la incertidumbre la razón anubla.
Si hubieras ido, Rábena, a buscarme.
¿Mi arrogancia?
Tu arrogancia.
El río sujetó mi alma y aplacó los vientos.
Marlbrough s´en va-t-en guerre.

XI

Mi más sentido pésame,
pues sé que mis versos te espantan.
Más te espantaron aquellos que a Juana escribí
y que escondiste con las alas de tus manos.

Recuerda, Rábena, recuerda:
Hielo o fuego en las tierras de Castilla;
y en lo más tortuoso del camino, acechando
cual fiera hambrienta, la locura…
¿No consuela el sol que a momentos viene,
oh, reina loca, a acariciar tu frente?
¿No alcanzan sus rayos a alumbrarte
cuando ardiente los cielos atraviesa?
¿O es esta luna blanca tu única compaña?
¿Llegarás a Granada con el esposo muerto
mientras vuelves el rostro no vengan a llevarlo?
Pues los vientos no cesan en tu alma
y las nieves quieren arrastrarte consigo.
A vueltas, a vueltas con los pensamientos,
tú, lúcida de tantos sueños,
lúcida de tus recuerdos, continúas…

Duerme, Rábena; duérmete sobre mis versos.

XII

A nada que la inspiración me acompañe,
presta y segura me pondré a escribir.
Si mi pluma quiere exceder su ritmo
y de la épica de Homero contagiarse,
dejaré que corra por donde le agrade
y que se pronuncie según aquellos tiempos.
Si el culto de un dorado Góngora la atrapa,
luciré mis versos hasta que me escuches
y me calles y más que nunca me aborrezcas.
Quizá con la emoción de Anyte
acabe el día: llanto de muerte, llanto.
A pesar de tu aversión por mis escritos,
acaso con el fruto de tus vides correspondas,
para que mis párpados durmientes,
que hoy sueñan con pájaros y flores,
caigan en el letargo más profundo.
¿O será que tan lúcida me halle
que mi mano nunca más escriba?
¡Qué paradoja hace de la razón locura!

XIII

No te inquieten, Rábena, estos versos:
A un duro mármol se asirá mi nombre,
con pulidas letras que revelarán mi más íntimo yo.
Y mi yo, más abajo, hundido en la tierra eterna
en donde esa piedra habrá de desplomarse…
¿Querrás un momento, un instante tan siquiera
para levantar la borgoñona y generosa copa
con la que brindar por mi acomodo?
«Los restos de la poeta reposan…
Antes de ser reconocida ya ha caído en el olvido».
Es sano inventar ese momento.

XIV

Me desvelan las sombras con su negra noche,
para en los versos más funestos convertirse:
¡Oh, nublados velos que enturbiáis mi sueño,
que sobre el alma largamente ondeáis,
que como cuervos en enclaustrado éter
prolongáis vuestro lóbrego aleteo!

«Miseria de todo lo moderno», tú.
¿Qué sabrás de las tinieblas y lo viejo?
¿Crees que el pábilo que encienda
hará pasar fantasmas por danzantes?
Si velada está mi mente como piensas
y atrapada en un yelmo de fierro,
poco importará que ciegue ya mis ojos,
que ate mis manos a la espalda,
que sucumba en el silencio de lo oscuro.

En un derroche de intelecto, Rábena,
has sentenciado mi personal condición.
Permíteme, pues no sólo a ti he de decirte,
permíteme otro inciso inesperado:
¡Oh, estrellas de los cielos, despertadme
con vuestros resplandores y fuegos!

Tantas sombras como luces,
tantas, pues sin las unas no hay las otras.
Acaso un día el soliloquio de mi alma
no revele más que sinrazones.
Acaso en un recodo de la tarde
gire mi sombra para siempre:
algarada de buitres habrá en un instante.

XV

Hoy he llamado a tu puerta.
Rogaba a Dios por no verte.
Tres veces he llamado, tres.
Tres veces, sin voz, he gritado tu nombre:
¡Rábena!
Por no herirte llevaba tus soles colgados al cuello;
sabes que a mí me gustaba la luna.
Pero yo quiero marginarme,
hacer con las puntas de un coral mi peine,
rozar con la sombra de mi mano
el ardiente rubro de las rosas.
Quiero apuntar, como un Bécquer cualquiera,
al ángulo oscuro o al gótico blasón.
Y esa es mi consistencia por más que tú
critiques mi paradójica y aburrida vida.
Dirás que soy antigua.
Dirás que soy exagerada.
Acaso me maldigas…

XVI

Un cuenco sostienes en tus manos.
¿Intentas apagar las luces de mi frente
y dar angostura a mis deseos?
¿Quieres que mi ánimo quebrante?
Dice la Tercera Ley de Newton
—tú bien la conoces, Rábena,
bien sabes ese principio de la física—:
«A toda fuerza de acción corresponde
una fuerza de reacción de igual magnitud
pero en sentido opuesto».
No sólo eso es lo que me mueve,
sino mi deseo de alejarme de esta orilla.

XVII

Escucha, Rábena, escucha…
Hoy he corrido por los campos como loca
—no ha dejado de rugir mi alma en tanto—
y con mis tristezas he llegado hasta el río.
Nunca el puente antes meció mi corazón
con sus hechuras de madera y cuerda.
Me quedaré en la otra orilla,
pues en el desaliño de mi alma quiero vivir.
Me quedaré en la otra orilla,
porque en la plenitud del abandono me describo,
porque allí, como Unamuno,
sobre el sentimiento trágico de la vida filosofo.
Allí quiero vivir, vencida por mis dramas,
y a la luz de mi torpeza recitar mis versos.
Sin nadie, sin nadie, sin nadie que me escuche,
embelesada en el suplicio de mi razón oscura.

XVIII

Alabo esos momentos en que los recuerdos
fulgen y truenan y desbordan el espíritu.
¿Acaso quisiste borrar para siempre
los rastros de aquella imborrable noche?
Hoy, Rábena, como traído por los dioses,
esto ha venido a mi memoria:
Las ninfas danzaban a la luz de las luciérnagas:
al compás de los céfiros, las hijas de Zeus
iban y venían ataviadas con gasas de color.
Un dulce vino, de tu mejor cosecha creo,
habías derramado en mi garganta.
Un torrente de suaves jugos alimentó mi cuerpo,
y el aroma a sol y huerto llenó mi alma.
Ya nada más que flores había entre mis dedos.
Tú, Rábena, volvías a confundirte:
las zinnias no son dalias, no lo eran.
¡Cuánto se afanaron tus palabras —ahora sí—
en desmentir las mías con una fingida bofetada!
¿Pero acaso una flor no se diferencia de una otra?
¿Un ser de otro ser no es distinto acaso?
Juegos de vidrio bajo el sol nocturno:
añicos de mi pecho en los cielos de verano,
añicos de mi cuerpo sobre la blanda tierra,
momentos de los que casi no habría de volver.
Las zinnias no son dalias;
acaso se parecen, acaso se parecen…
Cesaron las ninfas su vaporosa danza
entre miles de pétalos despedazados.
«Sal a la vida, sal», dijiste entonces,
cuando más inmersa estaba en mi embriaguez.
Tu deseo resplandeció como una estrella.
Te aseguré que la luna nunca giraría su rostro
(refiriéndome al acoplamiento de marea),
y conjugué, por fatigarte, irracionales verbos.
Sé que desaté con mi gesto la tormenta:
a la hoguera, que el solsticio de verano
te invitó a encender, arrojaste mis poemas.
¡Santos benditos del cielo!
Las ninfas ya están en el Olimpo…
La golondrina se convirtió en un mirlo,
el albatros una gaviota era.
El azor te observaba con el bronce de sus ojos…
Se fueron apagando los fuegos crepitantes.
La incandescencia de las brasas
dejaba un poso de desnudez sobre la tierra.
¿No hay más estrellas que rosas?

XIX

¿Acaso abriste el odre de Eolo?
Si yo no dudara…
SI tú quisieras contarme…
Pero ya estoy fabulando, ya estoy fabulando…
Mis lanas quedaron empapadas.
¿Si como Ofelia me hubiese dormido sobre el agua
—adornado mi cuerpo con blancos vuelos
y las sienes ceñidas con silvestres flores—,
quién me habría llorado, Rábena?
¿Quién mi cruel destino sufriría?
Pero el río sujetó mi alma con sus manos.
Mis lanas quedaron empapadas.

XX

Blandía el sol sus sables de largo fuego…

He reído mientras lloraba, Rábena.
¿Es la risa el llanto del ensueño?
He reído mientras lloraba, Rábena,
poque el calor y la luz me han confortado.

¿No es la risa una reminiscencia
del grito de victoria ante el adversario?
Sí, Rábena, tú lo sabes: Gruner te lo dijo.

Reír causa estragos en mi alma,
pues sigue mi frente pensando.

Si yo invencible fuera…
Pero invencible sólo es el tiempo.
El tiempo: la peor tragedia.

XXI

Como esa llamada Quintaesencia
o hipotética energía que pretende
explicar la expansión del Universo,
así, como un simple postulado,
quiero hoy aparecer ante tus ojos.

XXII

Me tienes por extraña y ridícula.
Me tienes por díscola y soberbia.
Me tienes por místicamente engreída.
¿Crees que la insolencia me domina?
Byron ocultaba su cojera con ingenio:
alegoría de la superación del humillado.
Al paso desarmado y altivo del poeta
yo marchaba entonces; entonces,
cuando a la vida salía sin tu encargo.
Jugaba a cazar palabras en mi alma,
me asomaba al hueco que había
entre la absurda realidad y el sueño.
Un trajinar sin rumbo comenzaba.
Y mientras tanto, la vida, tú,
la vida y tú os encogías de hombros.

XXIII

De púrpura tiria me he vestido.
Sabrás así que he vuelto
a florecer entre las malvas y los lirios.
Mas vendrás en hilos de seda, descompuesta,
a tejer tu sutil y tupida malla.

XXIV

Hoy vuelan más lejos que nunca las gavinas.
«No vuelvas a buscarme, Rábena», te dije.
«El bullir del río en esta orilla
deja en el alma un regusto entre amargo y acre.
No hay sabor que a tal sabor se iguale».

Pero ensayas la manera de arrimarte;
y entre las peñas vas pateando,
atarantada, con hiperbólica mirada en rededor.
La tormenta es una salvaje y natural forma
de alejar tus cueros de mi orilla.

¡Qué más quisiera que el inaccesible paso
que a mí lleva se eternizara en tu conciencia!
¡Qué mayor deseo que una repentina
y frágil Rosalía te saliera al verde del camino
y con dulce acento te llenara de saudade.
Facerte chorar…Facerte chorar…,
y que lilios se hundieran en tu alma.

¡Vuele tu corona imperial por los aires!
¡El puente ya ha volado!
Se han desarmado las nubes en lo alto.
Hoy se ha inundado la ribera.
Ramas, agua, espuma, hierro…

XXV

Igual que el doble péndulo,
has ido describiendo
tu enredada trayectoria:
un movimiento caótico.
Aun así, puedo calcular tus límites.
No siempre el caos es impredecible.
¡Desconcierto de la ciencia!

XXVI

¿Un cortocircuito en mi mente,
aquella noche de principios del estío
en que resolviste incendiar mis versos?

«Dioniso desde su trono nos contempla».
El licor dejó que en mi cóncava memoria
se esfumara todo vestigio de tu culpa.

¡Y de qué esplendores te envolviste
para encubrir tus maldades y tus iras!
Ni en la corte de Luis XIV…

Presidía un bronce el portón de tus jardines:
un azor de poderosas alas y curvado rostro.
Fue el espectador de tu arrebato.

Tú te arrimabas a los fuegos, tentada,
sigilosa, con la lividez de un espectro,
pero cubierta por el oscuro paño del ocaso.

Yo me rodeaba de un denso vapor de nubes
que hacía esfumarse la conciencia.
Temblor de tempestades y volcanes…

En un descalabro convertiste la noche,
la noche de Sant Joan, la noche,
la noche en la que un penacho de plumas
de avestruz —tu corona— te adornaba.

¿Cómo hacerte entender?
Me retuviste con el gustar del vino;
y entonces anduvo nuestro tiempo
destilando un largo, larguísimo,
interminable momento de tantas horas
que dio una vuelta sobre sí la Tierra.

Rotábamos entre gas, rocas y polvo.
¿Por qué me castigas? ¿Por qué?
Quemaste mis escritos: los quemaste.
No sólo eran papeles. No lo eran.

Escribió Emily en un poema
que el cerebro es más ancho que el cielo.

XXVII

Cientos de plumas habían dejado de volar,
pues alas de pez los pájaros tenían.
Tú renegabas. Te revolvías como el río.
Arremetías contra mí.
Raggen. Rondelle. Rondelle.
Rogabas a no sé quién por las cántaras.
Y yo, a riesgo de perderme entre roja sangre
y negro vino, rezaba por salvarme.
«No merezco un final tan encrespado».
¿Cómo el puente descosido te abrió paso?
¿De qué manera endemoniada llegaste?
Era tu capricho mi vergüenza.
Raggen. Rondelle. Rondelle.
¿Y por qué prendiste tus antorchas
si ya me alumbraba la luz de la razón?
¿Por qué tu fulmínea mirada?
¡Redoble de atabales al ritmo de tu rabia!
La tormenta desgarró las dos orillas,
excavó en los anchos bordes
y anegó los surcos y huecos desaguados.
Sin voluntad alguna los juncos tiritaban.
Ploraban los sauces el claro de su verde.
La fronda se había enmarañado
y navegaba a lomos de las aguas turbias.
Pero tú no eras consciente, Rábena,
sólo rogabas por las viejas cántaras.
Acompañé mi horror con un canto fúnebre:
Ay, ángeles, ángeles alados,
vuestras trompetas gemidoras oigo.
¿Acaso la muerte ya me está esperando?
Al cabo, haced sonar vielas, arpas,
chirimías y dulcemas. ¡Tocad, tocad!
No dejéis de lado los aros de sonajas,
pues me han de alegrar ese momento
en que el sueño quebranta la existencia.
¿Mis versos se vendrán conmigo?
Llevadme, llevadme, ángeles alados,
y que el pecho, cubierto de blancas
azucenas, no se atreva a despertar.

XXVIII

La aurora lleva amapolas en su vientre.
Sabes, Rábena, entenderme.
Quiero ceñir mi cabeza con corona de laureles
y del cruel olvido protegerme.

XXIX

He vuelto a vueltas con mis cosas.
Dices que habito la orilla más deshecha,
tan delirante de mí misma
que mil rayos me partan si hace falta.

Quisiste volver con la tormenta, volviste:
de esa manera tuya, precipitada pero lenta,
que ha de llevarte a la tumba un día.

Cruzaste el Rubicón, cruzaste.
«Alea iacta est».
¡No, aún no has lanzado los dados!
¿Que por mi pescuezo cayera el vino?
¿Que a borbotones subiera a mi cabeza?
¿Que el goloso de su miel me cautivara?

¡Qué sospechas provocas en mí,
tú que tan ingenua me crees,
tú, profana de mis versos y canciones!

Entre desventuras, dramas y tragedias vivo:
un trastorno devastador y ruinoso;
mas no preciso de tus placenteros tragos,
pues soy consciente de mi condición.

¡Qué más da que mi llanto
enturbie el rojo aurora de las rosas,
el traslúcido azul de una libélula
o el frenético aletear de un colibrí
si nada en ellos es fingido!

XXX

Si a razones te avinieras…
Pero todo del revés aparece ante tus ojos.
Crees que mi desgracia es mi rareza.

Destruyamos nuestras fuerzas,
que sin remedio han de encontrarse:
en eso consiste el equilibrio perfecto.

¡Qué será de nosotras! ¡Qué será,
pues un letal impulso nos llevará la vida!

En los cárdenos del alma me ahogo,
mas seguiré cantando sin respiro.
Tú querrás dar fin a una copa sin fondo,
llena del sabor que nunca ha de saciarte.

XXXI

¿Abriste, Rábena, el odre de los vientos?
Sobre la hierba fresca yo bailaba.
Yo cantaba:
Marlbrough s´en va-t-en guerre.
¡Oh, flowerin rush!
Cada racimo de sus flores rosas
me pudo haber entretenido.

XXXII

¿Acaso no deseas que a la vida salga,
que a tu orilla vestida de fustán regrese?
Pero yo me envuelvo en una fina fárfara
que se irá desgarrando lentamente
y dejando al aire hasta la médula.

XXXIII

Si resto ninguno de mis versos
supieras en tu alma acomodar,
dejar con cierta estática postura,
—así, sí, así como te digo,
como tan sólo muestra,
como simple y miserable rastro
de lo que, hostiles o contrariadas musas,
en silencio casi ni dijeron,
o lo que ellas mismas, ya más amigables,
al oído me contaron,
o lo que, alborotadas, a gritos expresaron—,
recuerda que nadie nació sabiendo…

Si algo más que un desnudo resto,
algo más que una migaja desmigada,
es decir, un verso colmado, rebosante
de esos signos que lo llenan de sentido,
un verso de cualquier daño ileso,
un verso inalterado, novísimo, entero
—intacta cada una de sus letras—,
un verso ofuscado en ser parte principal
de aquello que te escribo a ti
(a ti que no dejas de profanar mi nombre,
que desorientada y ficticia y fanática
y errónea has decidido llamarme),
no pudieras en tu alma acomodar,
recuerda que nadie nació creyendo…

Si cierta estela de belleza, racional
o delirante, encontraras en una de estas voces,
en un único y explícito silencio,
acaso bebería yo de tu ardiente o dulce copa.
Pero más hará el duro corindón sobre la cendra
que en tu alma el más sentido verso.
Oh, Rábena, es lo mismo,
seiscientos versos y uno más te escribo.


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