Aquel viejo
Poema publicado el 01 de Marzo de 2024
Aquel viejo ya viejo desde entonces,
ya viejo desde siempre,
hundido en viejos zapatos excesivos
y alojado en estrecho corpiño de pedante,
presumía con modestia de su entendimiento.
Un pelucón hasta las barbas, con la holgura
que él mismo no tenía, en verdes mechones vertía.
Aquel viejo ya viejo desde entonces,
ya viejo desde siempre,
después de tantos milenios de aprendido,
venía tocando sus ocultas castañuelas.
Condenaba, tamizaba cada reflexión ajena
mientras se aplastaba moscones en las napias.
Con la petulancia de un moderno —¡inspirado!—
parlaba y parlaba con revenidos palabros:
«Ah, mis romanceros, mis indoctos, mis lampiños,
arrimaos sin dudar al sol que más caliente;
y vosotras, mis amansadas y púberes féminas,
haceos amigas del viento que os suspire.
Sin rarezas, complacientes, sed normales».
Y parlaba y parlaba en su perorata de erudito:
«No crucéis océanos que impidan vuestro paso
en un estrecho de sus aguas.
No derraméis la rabia del herido, el sudor amargo,
la helada sangre, las lágrimas ardientes…
Y, así, vencidos, como cándidos vasallos,
acabad muertos y enterrados. ¡Amados!»
Unido a su sombra, con laúd de media cuerda,
aferrado a los viejos más viejos aparejos
debatía aquel viejo ya viejo desde entonces,
aquel viejo ya viejo desde siempre.
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Poema publicado el 01 de Marzo de 2024
Aquel viejo ya viejo desde entonces,
ya viejo desde siempre,
hundido en viejos zapatos excesivos
y alojado en estrecho corpiño de pedante,
presumía con modestia de su entendimiento.
Un pelucón hasta las barbas, con la holgura
que él mismo no tenía, en verdes mechones vertía.
Aquel viejo ya viejo desde entonces,
ya viejo desde siempre,
después de tantos milenios de aprendido,
venía tocando sus ocultas castañuelas.
Condenaba, tamizaba cada reflexión ajena
mientras se aplastaba moscones en las napias.
Con la petulancia de un moderno —¡inspirado!—
parlaba y parlaba con revenidos palabros:
«Ah, mis romanceros, mis indoctos, mis lampiños,
arrimaos sin dudar al sol que más caliente;
y vosotras, mis amansadas y púberes féminas,
haceos amigas del viento que os suspire.
Sin rarezas, complacientes, sed normales».
Y parlaba y parlaba en su perorata de erudito:
«No crucéis océanos que impidan vuestro paso
en un estrecho de sus aguas.
No derraméis la rabia del herido, el sudor amargo,
la helada sangre, las lágrimas ardientes…
Y, así, vencidos, como cándidos vasallos,
acabad muertos y enterrados. ¡Amados!»
Unido a su sombra, con laúd de media cuerda,
aferrado a los viejos más viejos aparejos
debatía aquel viejo ya viejo desde entonces,
aquel viejo ya viejo desde siempre.
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