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La roca en el camino - Poemas de Irmina Serrano Estévez



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La roca en el camino
Poema publicado el 01 de Marzo de 2024

«Interea niveum mira feliciter arte
sculpsit ebur formamque dedi, qua femina nasci
nulla potest, operisque sui concepit amorem»
P. OVIDI NASONIS – METAMORPHOSEN
LIBER DECIMVS


I PRINCIPIOS

Cruzaba yo hacia el poniente de la tarde.
Y mientras cruzaba y me escapaba,
cruda, fría, desgarrada veía la roca.
Yo la veía. Y la miraba.
La miraba y la sentía sobre el alma.
Y unos ojos en ella me miraban,
me miraban a pesar de lo inerte de la piedra.
Y la vida fijaba sus puntos y sus bases.
Y se sujetaba. A mí se sujetaba.
A mí, la vida para permitirme nuevas vidas.
Y yo seguía cruzando, cruzando,
cruzando hacia el poniente de la tarde.
Y mientras cruzaba y me escapaba,
cruda, fría, desgarrada veía la piedra.
Por parecer normal, no se me hundieran
aún más las tentaciones en el alma,
crucé de nuevo ante la vieja roca.
Y en tanto me escapaba y me alejaba,
quería volver a contemplarla.
Desde mi silencio iba descubriendo
la augusta soledad de esa figura.
Nadie reparaba en su hermosura,
en los verdes macilentos de su cuerpo,
en el hierro que trepaba sus arrugas.
Era la piedra noble y levemente dura,
más humana que los seres que pasaban.
No por su condena sentía yo
mis sentimientos y emociones,
sino por el liviano color de su mirada.
Y porque estaba lúcida me convencí
de que aquella piedra que miraba
no era ni ciega ni ilusoria. Ni era piedra.
Y yo continuaba cruzando, cruzando,
cruzando hacia el poniente de la tarde.
Cruzaba entre los fuegos y los brillos
que manchaban y adornaban y pulían
lo manso de la bella triste roca,
el turbio y regio plomizo de su aurora,
la precisión de su tormento,
sus cien costados desvestidos.
Sujetaba la roca un sol que no existía,
un sol que no dejaba de incendiarse,
un sol que me enseñaba su mañana.
Cruzaba yo hacia el poniente de la tarde.
Y mientras cruzaba y me escapaba,
cruda, fría, desgarrada veía la roca.
Yo la veía. Y la miraba.
La miraba y la sentía sobre el alma.
Y llameaban las sombras todas
—la luz que más dolía— en su pecho.
Y yo continuaba cruzando, cruzando,
cruzando hacia el poniente de la tarde.
Cruzaba entre los fuegos y los brillos
que manchaban y adornaban y pulían
lo manso de la bella triste roca,
el turbio y regio plomizo de su aurora,
la claridad de su tormento,
sus cien costados desvestidos.

II HIERROS COMO ALAS

Crecían, crecían, crecían en la piedra
los surcos de un río que fluía lento,
lóbrego, volátil, que volaba, que volaba
con sus alas de agua como hierros,
con sus hierros que eran alas en su dorso,
en la curva divina de la espalda,
en la espina que arropaba con su manto,
en el manto que vestía sus costillas.
Y yo tornaba a mirar la piedra.
Las blancas rosas de sus ojos
miraban mis pasos desterrados,
observaban mis huellas y pisadas.
«Adiós, piedra de agua como un río»,
le dije a la roca de verdes marchitados,
de dulce mirar, de negro oscuro,
de anaranjados soles relumbrantes.
«Adiós, piedra de soldadas almas
que nacen en tus estrías onduladas,
en los surcos constantes de tus faldas,
en la sombreada cumbre de tu pelo.
Adiós, pues ya no sentiré en tus sienes
el latir del corazón más compasivo,
el latir de una piedra fría, dura, agrietada».
Y yo continuaba cruzando, cruzando,
cruzando hacia el poniente de la tarde.
Cruzaba entre los fuegos y los brillos
que manchaban y adornaban y pulían
lo manso de la bella triste roca,
el turbio y regio plomizo de su aurora,
la pasión de su tormento,
sus cien costados desvestidos.
La piedra se giraba cuando yo pasaba.
Yo no dejaba de mirarla y estudiarla;
y me perdía entre sus credos y herejías.
Entre mis dudas contaban las suyas.
Todas las sombras y los claros contaban,
contaban todos los manchados y los limpios,
las cenizas de su atardecer contaban.
A la divina sencillez de ser arrodillado
yo le rezaba mientras me alejaba.
Pero yo continuaba cruzando, cruzando,
cruzando hacia el poniente de la tarde.
Cruzaba entre los fuegos y los brillos
que manchaban y adornaban y pulían
lo manso de la bella triste roca,
el turbio y regio plomizo de su aurora,
la crueldad de su tormento,
sus cien costados desvestidos.


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