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Los ballesteros de la tarde - Poemas de José Ramón Muñiz Álvarez



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Los ballesteros de la tarde
Poema publicado el 01 de Noviembre de 2010

Para Pilar Muñiz Muñiz

Soneto I

      Fue el suyo el corazón más generoso
Que nadie conoció sobre la tierra,
Y más dulce fue el pecho que lo cierra
En una urna de amor vuelta en reposo.
      No dejará jamás de ser hermoso,
Más blanco que la nieve de la sierra,
Este recuerdo grato que destierra
La muerte hacia su imperio silencioso.
      Mas no podrá arrancar tanto cariño,
Ni tanto amor ni fe, con insolencia,
La ronda de la noche silenciosa.
      No robará el recuerdo de aquel niño
Que ayer la vio y, llegada ya su ausencia,
Su voz recuerda dulce y temblorosa.

Soneto II

        Llegar al cielo quise en raudo vuelo
Y el alma rescatar cuando ascendía,
Mas no alcanzó la altura que quería
El llanto de los suyos sobre el suelo.
      Las llamas derramó el sol en el cielo
Como un cristal ardiente de alegría,
Mas luego se apagaron, con el día,
Sus ojos fatigados de desvelo.
      Así será que el horizonte hiera
El rayo más temprano, el alba clara,
Un nuevo despertar de primavera.
      Y, libre ya su voz, jamás avara,
No será entonces sueño ni quimera
Su voz cuando en el sol se reflejara.

Soneto III

      Al cielo regresó el alma desnuda
Dejándonos en estas soledades,
Viajando más allá de las edades,
Más lejos del lugar que un mar anuda.
      Sus labios se cerraron y, ya muda,
Cerró los ojos, llenos de bondades,
Y, faltos de certezas y verdades,
Al verla así, voló libre la duda:
      Dará le el sol más luz de la que hoy hubo,
Si quiere, generoso, devolverle
Con su rayo veloz el claro día.
      Su llama mayor brillo del que ya tuvo
Alegre mostrará cuando encenderle
La antorcha quiera el alba siempre fría.

El alba despertaba

      La tarde silenciosa
La espalda volvió al sol que se ponía
Con un bostezo hermoso:
El mar estaba en calma
Y el cielo despejado,
Cuando llegó la tarde,
Y el sol dejó escapar su raro overo
Y los corceles bellos de su sueño.
        La tarde silenciosa
La espalda volvió al sol que se ponía
Con un bostezo hermoso:
La paz llenó la brisa
Y fue el calor cediendo,
Cuando cayó el silencio,
Y el sol dejó escapar su raro overo
Y los corceles bellos de su sueño.
      La tarde silenciosa
La espalda volvió al sol que se ponía
Con un bostezo hermoso:
La luz se iba perdiendo
Allá en la lejanía,
Cuando llegó la noche,
Y el sol dejó escapar su raro overo
Y los corceles bellos de su sueño.
La tarde silenciosa
La espalda volvió al sol que se ponía.

Soneto IV

      Su vida derramó cuando la tarde
El cielo fue vistiendo de tristeza,
Febril ayer, alegre en su belleza,
Ya tímido, ya triste, ya cobarde.
      Voló un gorrión entonces, y un alarde
Le dio la luz del sol, vuelto en pereza,
Al beso del crepúsculo que empieza
A despojar su llama mientras arde.
      Y no borró su rostro la hermosura
Ni su semblante por la edad herido
La muerte que en sus fauces apresura.
      Del aire fue un suspiro consumido,
Del raro aliento extraña quemadura,
Su voz cansada, verso en el olvido.

Soneto V

      Volvió a brillar el sol, la luz temprana,
Mas no fue en su cansado cristalino,
Otrora alegre y frágil, peregrino,
Como la luz se atreve a la mañana.
      La llama ardió, del cielo soberana,
Y no cruzó su risa en su camino,
Que ya es su lirio en el jardín vecino
La antorcha que se yergue más lozana.
        No la hallaréis jamás donde risueña
La visteis otras veces, que un lucero
La arranca hacia el lugar en el que sueña.
        Las playas, los arroyos y aún entero
Un ponto en las alturas ven por dueña
Su voz sobre un altar más duradero.

Soneto VI

      Despertará feliz la luz del día
Atenta a la belleza del espacio
Y  el blanco del coral verán despacio
Mezclarse en su curiosa algarabía;
      Mas no estarás tú ya donde solía
La nieve decorar tu pelo lacio,
El hielo del granizo, ese palacio
De luces que, en tu boca, fue alegría;
      Que la sonrisa tierna, la mirada
Y la expresión más dulce que la aurora,
Durmió con el verano su invernada:
        Hoy vuela a ti, cansada y a deshora,
La lírica más triste ayer usada,
Donde los hielos guardan su demora.

El crepúsculo callado

      La tarde cayó cansada
Dominando la hermosura
Que dio al cielo su figura
Cuando nació la alborada.
La belleza derramada
Sobre el arroyo callado,
Sobre el cielo despejado
Y su sublime belleza,
Sucumbió con la firmeza
De un sol triste y derrotado:
      Los campos adormecidos
Que, cubrieron las heladas,
Hallaron las madrugadas
Por el silencio vencidos:
Los ocasos malheridos
A los cielos derrotaron,
Que, lentos, se resignaron
A perderse entre las sombras
Cuando negras las alfombras
Su hermosura desgarraron.
      Y partiste a lo lejano
Con el ocaso y su overo,
Para ver el mundo entero
Una tarde de verano,
Pues sobre un potro lozano
Llegaste a la inmensa altura
Donde bella tu ternura
Feliz contempla los mares,
Los campos y los altares
De la sierra y su hermosura.

Soneto VII

        Al sol diré que quiera darte amparo,
A las estrellas que el palacio habitan
De noches tristes, cuando allí crepitan
Sus fuegos de color, su vuelo raro.
      Será el fulgor del sol tal vez más claro:
Más brillarán los astros donde gritan
Y más luz te darán donde levitan
Sus cuerpos temblorosos sin reparo.
      Diré al cielo que acoja allá en la altura
La cálida sonrisa, la mirada
Que dijo, sin palabras, tu ternura.
      Ya no estarás aquí con la alborada
Ni habremos donde hallar tanta dulzura,
La llama de tu risa alborotada.

Los arqueros de la tarde

      Las estrellas primerizas
La vieron desde la altura,
Cuando llegó su hermosura
A un cielo vuelto en cenizas.
Sobre las viejas calizas
Y los montes con empeño,
Durmió en el aire su sueño,
Como el ángel que, cansado,
Se alza al cielo, fatigado,
Entre callado y risueño.
      Voló feliz y ligera
A las mansiones sagradas
Donde viejas alboradas
Anuncian la luz primera,
Donde la mira, a la espera
La última estrella del cielo,
Donde se desliza el vuelo
De un sol triste y sin alarde
Que, declinó, con la tarde,
Llorando su desconsuelo.
      Y nos deja la tristeza
De la ausencia que deshizo
Su dulce gracia, el hechizo
Del mirar que con dureza,
Con crueldad, con aspereza,
Arrancó firme la muerte,
Llenando de negra suerte
Los ojos que, ya rendidos,
Se cerraron, abatidos,
En el silencio más fuerte.
      La hará el cielo ser lucero
Entre sus muchas centellas,
Cuando en su coro de estrellas
Brille su fuego sincero.
Allí será duradero
El resplandor más lozano
Que, en las tardes de verano
Querrá iluminar la altura,
Mostrándonos su figura,
Como ofreciendo la mano.
      Será la aurora, sin ella,
Menos clara y luminosa,
Cuando la sala espaciosa
Llene de luz su querella.
Y la pradera más bella
Dormirá bajo la helada,
Cuando nazca la alborada
En las sagradas mansiones
Donde estrellas y blasones
Tornan sus luces en nada.

Soneto VIII

      Tu pecho se apagó cuando el semblante
Sin luz buscó la luz que no encontraron
Tus ojos cuando en vano la buscaron
Temiendo no encontrarla en ese instante.
      La luz faltó, y buscaste delirante,
Al tiempo que los labios se callaron,
Tus ojos levemente se cerraron,
Y no encontró tu pecho el aire errante.
      Hoy rozas, entre escarchas el granizo,
La nieve que los valles más lejanos
Esconde con su manto de tristeza.
      Qué rápido tu vida se deshizo,
Qué frágiles cayeron los veranos,
Qué pronto te dio el hielo su dureza.

Soneto IX

      La tarde derrotó tu fortaleza
Y muerte dio a tus torres y castillos
Después de que la sombra los anillos
Del sol febril tomó con aspereza.
      Su espada, helada y triste, con dureza
Tu pecho atravesó y, donde, sencillos,
Volaban dos alegres herrerillos
También tu alma voló, rica en belleza.
      Llamaron las campanas en la altura,
Y alzaron con su largo recorrido
La seca, amarga y triste singladura.
      Mil lágrimas oyeron su sonido,
Mil lágrimas la paz de tu figura,
Mil lágrimas tu amor desde el olvido.

Alzó el mirar el alba

      Alzó el mirar el alba
Con un bostezo claro,
Mirando los arroyos
Que corren por los campos,
Y, entonces recordó que ya no estabas,
Que no estaban aquí tus ojos viejos,
Heridos por la vida,
Heridos por los años
Que por tu voz corrieron largamente.
      Alzó el mirar el alba
Con un bostezo claro,
Mirando los arroyos
Que corren por los campos,
Y, entonces recordó que ya no estabas,
Que no estaban aquí tus labios tristes,
Aquellos labios tristes
Que ya no hablaban nunca
Callados como el ángel de la noche.
      Alzó el mirar el alba
Con un bostezo claro,
Mirando los arroyos
Que corren por los campos,
Y, entonces, recordó que ya no estabas,
Que no estaba ya aquí tu blanco pelo,
Herido por las nieves
Y por la escarcha herido,
Después de que fue sueño tu mirada.

Soneto X

      No morirá la voz de la esperanza
Ni negará su fuego a quien lo quiera
Al darle su más grata primavera
A quien valiente espera y no la alcanza.
      No morirá la voz por la tardanza
Que el tiempo impone, pues, donde la espera
Aguarda con paciencia una quimera,
Muy pronto será dicha su bonanza.
      Que no podrá la daga de la muerte,
Si fue tan poderosa al arrancarte,
Negarme ahora el capricho de quererte.
      Será mi fe feliz con no olvidarte,
Mi pecho lo será con no perderte,
Será mi voz más clara al recordarte.

Soneto XI

      Dejó el tiempo malvado en cada rizo
El blanco más mortal y despiadado,
Haciendo su cabello más callado,
Más claro que la nieve y el granizo.
        Su rostro, que era joven, vio invernizo,
Su piel halló vencida y derrotado
Un rostro por los años ya cansado,
Que, a fuerza de ser bello, se deshizo.
      Sus labios un suspiro sacudieron
Dejándola en el lecho, ya rendida,
Las tardes que por ella transcurrieron.
      Así cayó y así acabó su vida:
Sus ojos y sus labios descendieron,
Quedando para el sueño allí dormida.

Soneto XII

      Heló el viento las fuentes del camino
Que lloran ya su sueño y que, cuajadas,
Recuerdan su alegría alborotadas
En otro tiempo alegre y peregrino.
      Heló el viento, con ánimo mezquino,
Las cumbres silenciosas que, nevadas,
Aguardan nuevos meses, y calladas,
El rayo esperan, siempre repentino.
      Los reinos alcanzó y los horizontes
El beso de granizo que, no en vano,
La sierra mira alegre, aunque dormida.
      Heló el viento la falda de los montes
Los campos que, risueños en verano,
Gimieron al partir de allí la vida.

Soneto XIII

      Decid del sol que es fuerte su lucero
Para que en él encienda la esperanza,
Como un aliento alegre cuya danza
La luz eleva allí donde la espero.
      Mas no digáis que, débil, su platero
Se extingue ya en la vieja lontananza,
Su luz haciendo mísera mudanza
Que niega su color al mundo entero.
      Ya brilla el sol, y en él una alegría,
Que acá en la tierra rompe la tristeza
Y da blanco color al alba fría.
      Allí la siento, llena de belleza,
Corriendo entre los astros con el día,
La vida dando a la naturaleza.

Soneto XIV

        Hirió el sol la belleza de la helada,
La escarcha y el granizo que, sagrado,
El alba derritió y, alborotado,
Dejó libre correr a su morada.
      El viento heló de nuevo a la invernada
La lluvia que al ser ya cristal cuajado,
Tranquila, silenciosa, en este estado,
Dejó pasar feliz la madrugada.
      Y el sol volvió a nacer en lo lejano
Y el rayo a deshacer la nieve bella,
Si bien no fue como lo es en el verano.
      No pudo, en cambio, aquella vaga estrella
El hielo deshacer del que ya cano,
Ornó el cabello con mortal querella.

Soneto XV

      Las rosas de la vida deshojaron
Las horas sin clemencia, y el rocío
Que trajo la mañana del estío
Allí donde las noches la miraron.
      Rondó después la muerte, y la encontraron
Los vientos de la tarde a su albedrío,
En un callado y triste señorío
Donde un mirar sincero alborotaron.
      Partió Pilar de donde la quería
Aquel cariño bello de los suyos
A una morada lóbrega y callada.
      Cayeron de su vida los capullos,
Segados por la tarde, aunque no fría,
Que no le dio esperanza en sus arrullos.

El brillo del ocaso

      Dejad que vuele
En las lontananzas
El brillo del ocaso       
Y llene de color el horizonte,
Y que, quebrando el día,
La noche se cierna sobre el cielo,
A sus anchas siempre,
Con los corceles de la tarde.
      Alcanzará los llanos y montes.
Y bosques y lagos.
Y valles serán suyos, y arroyos.
      Y, rezando como las sombras rezan,
Llegará la noche no esperada,
Hiriendo el cielo como un potro airado,
Con su tristeza repentina y amarga,
Robando bullicio
A las horas que bostezan.
      Alcanzará estanques y charcas.
Alcanzará los mares y playas.
Las calas serán suyas, los cantiles.
Y, rezando
Como las sombras rezan,
Llegará la sombra rigurosa,
Hiriendo el cielo, sus balconadas tomando,
Con su amargura mezquina.

Soneto XVI

      La cubre hoy ya la tierra desolada,
Mas fue el oro del alba, la alegría
Que enciende las antorchas donde el día
Renace donde nace la alborada.
      Dichosa fue y fue dicha engalanada
Que, llena de cariño se encendía,
Los suyos contemplando a quien sabía
Tan llenos del amor de su mirada.
      Partió en un carro bello hacia la nada,
Serena al respirar, que, aunque partía,
Seguía su mirada enamorada.
      Jamás bebió tu voz de la amargura
Que, siempre por la dicha alborotada,
Dejó de ser sin ser melancolía.

Soneto XVII

      No pudo con la luz siempre lozana
La muerte, al arrancarle, con despecho,
El tiempo de la vida, sin derecho,
Más claro que la claridad temprana.
      La tarde se besó con la mañana
Y en muerte se tradujo sobre el pecho
La sombra silenciosa que, al acecho,
Tan fatua pareció primero y vana.
      Dejó, como si fuera una sortija
Cuajada de luz bella y señorío,
La joya de su amor y su ternura.
      Cariño hizo su ser extenso río
Que, al dar al mar su llanto, aunque lo aflija,
La ausencia de su voz y su dulzura.

La tarde de verano

      Corrió, lenta y tranquila,
La tarde de verano,
Llevando a sus jardines
La luz que la alborada
Dejó, con sus pinceles, en un cielo
Alegre y cristalino, azul y claro,
Como lo son, a veces,
Los cielos de las tardes que el estío
Regala a los mortales
Que esperan la caricia de la brisa.
      Corrió, lenta y tranquila,
La tarde de verano,
De un sábado cualquiera
Que derramó, vicioso,
El tiempo con sus prisas, sus apuros,
Llevándose a la nada
El fuego de la vida bulliciosa
De aquel semblante enfermo,
Que a duras penas pudo darse cuenta
De que se iba agotando
Como las hojas de una flor marchita.
      Corrió, lenta y tranquila
La tarde de verano,
Llevándose con ella
La luz del alba clara
Que pude hallar aún, bella y valiente,
Donde sus ojos claros y tranquilos
Callaron al silencio su agonía,
Al aire y al espacio,
Cuando las horas tristes del crepúsculo
Quisieron retrasarse,
Sabiendo que era en vano su tardanza.

Soneto XVIII

      Desde que el hielo hiere su cabello
Y llena de granizo su hermosura,
Desde que azota el viento su blancura
Y mancha en él el alba su destello,
      Desde que se hace el banco algo más bello
Y bella aun más parece su ternura,
Desde que su sonrisa es la dulzura
Y dulce es su mirar sobre su cuello,
      Desde que ya su voz, ayer risueña,
Se esconde en el silencio de la nada
Y desde que su risa ha enmudecido,
      En vano aguardo yo la carcajada,
En vano la mirada de que es dueña
Y en vano de su voz otro sonido.

Soneto XIX

      El oro del sol bello que renace
Al alba que se arroja en mil cascadas,
La plata que desatan las heladas
Y el sol riega de luz que las deshace,
      La noche que contempla el desenlace
Que al traste da con todas sus celadas,
La llama que rompió las madrugadas
Donde del astro rey la yegua pace,
      La estrella temblorosa que lo mira
Desde la altura bella de los cielos
Y, tímida parece que suspira,
      Ya no verán sus ojos, por los velos
Cubiertos de ese sueño que respira
La muerte que en su piel calzó deshielos.

El pecho dolorido

      El pecho dolorido,
Vencido, derrotado,
Cansado de la ausencia
Que llena, en el recuerdo, tu memoria,
Quisiera ser el vuelo
Del águila atrevida,
Buscándote en la altura
De los atardeceres que se siguen.
Son ellos silenciosos
Cuando, al llegar la noche,
Se esconden las estrellas
Que vieron, en invierno, tu partida,
Al tiempo que las luces
Del cielo se apuraban,
Manchando el horizonte
Del oro más hermoso y encendido.
      Y, en ellos es más puro
El sueño de alcanzarte,
De hacerte nuevamente
Destello en la retina emocionada,
Cobrando de la muerte
La risa más hermosa,
El gesto cariñoso
Que en tu mirar febril se repetía.
Tal vez las ilusiones
Dispersen hoy las brumas
Y dejen que mi vuelo
Te alcance más allá de lo pensable,
Buscando, en lo lejano,
El ángel silencioso
De tu mirar tranquilo,
Sereno como el brillo de dos soles.

Soneto XX

      Tejió el dolor suspiros silenciosos
Alzando el filo fuerte de su espada,
Cortante como suele la nevada
Llenar de hielo montes espaciosos.
      Tejió el dolor suspiros donde, hermosos,
Vencer pudieron, antes de la helada,
Sus labios una larga madrugada
Que, a media tarde, trajo sus reposos.
        Y se apagó la lumbre donde bella
Más clara pareció que el sol luciente
Su mágica pupila, clara estrella.
        Cedió la vida y fuese lentamente,
El feudo abandonando y la querella
Que defender no pudo débilmente.

Soneto XXI

      No olvidarán jamás su risa tierna
Aquellos que con gala recibieron
Su gracia, al contemplarla, y la quisieron
Igual que ella los quiso, alma materna.
      El llanto los conduce y los gobierna,
Callado pero firme, pues supieron
Sin lágrimas llorarla y lo tuvieron
Como un dolor discreto, herida interna.
      Y yace ya, mas tuvo ayer más vida,
La rosa más templada y más ligera
De cuantas vio la tierra, allí dormida.
      Será el sueño morada, aunque severa,
De su sonrisa dulce y atrevida,
Al apurarse triste dondequiera.

Soneto XXII

      La hierba dormirá herida en el suelo
Y pasarán los osos la invernada,
Y, triste en el silencio de la nada,
El mundo será niebla bajo el cielo:
      Podrán buscar las aves otro suelo
Dormido en los secretos de la helada,
De nuevo impertinente, y la nevada
El bosque harán de blanco terciopelo.
      No quedarán más rosas ni más flores
Que al campo den su vida como antaño,
Ni el sol verá en la tierra más colores.
      En cambio, no fue el viento quien el daño
Dejó impreso en tu rostro y los temores:
El beso fue estival, mediando el año.

Soneto XXIII

      Rozar no pudo el hielo limpio y duro
De aquella madrugada con empeño
La aurora que, llenándonos de ensueño,
Corrió feliz y rápida en su apuro.
      Rozar no pudo el cielo el aire puro
Al verla despertar a un nuevo sueño
Ni darle su mansión, de la que dueño
Dejó un corcel hermoso pero oscuro.
      Al viento irá su voz, irá su aliento,
Cruzando, con la tarde los espacios
Que duermen ya la calma de su suerte.
      Será ilusión su voz en un momento
Y luego será sueño en los palacios
Del aire de la nada y de la muerte.

Soneto XXIV

      Robaron la ambición de un sol valiente
Que quiso derramarse con la vida,
Que, abriendo del crepúsculo la herida,
Corrió por los paisajes sanamente.
      Robaron su color, que, reluciente,
Del sueño despertó al alba dormida,
Llamándola al lugar donde, escondida,
También se derramó como una fuente.
      Robaron un sol claro de altos vuelos,
Su gracia, su belleza, su hermosura,
Así como la luz la madrugada.
      Robaron los colores de los cielos,
Sus claros, sus azules, la hermosura
Que pronto diluyeron en la nada.

Soneto XXV

      Rindióse el sol y, muerto en su torrente,
Dejó volar su luz, que, ya sombría,
Las brasas entregó a la noche fría
Para ocultar después su bella frente.
      Desfalleció y rindió el bastión valiente
La vida que en sus ojos se encendía,
Sabiendo que moría con el día
La fuerza de su espíritu doliente.
      Murió la brisa suave y la mañana
Vistió el color callado del olvido,
Tras el coral febril que se hizo oscuro.
      Mas ya faltaba el brillo que, lozana,
En su mirar buscó, si ya vencido,
El aire que al rozarla fue más puro.

Soneto XXVI

      Lucero hizo el color que hirió una estrella
Brotando en las antorchas con holgura,
Para, al llenar un vuelo de ternura
Y luz, dejarla arder y arder en ella:
      Más clara pudo herir la luz más bella
Con su puñal de sol y de hermosura,
Que el cuarto iba llenando de blancura
Quién sabe si la muerte o una querella.
      Más clara pudo herir, y hacerlo pudo
Con besos traicioneros y engañosos
Que el aire vicia si se queda mudo.
      Así Pilar los ojos aún hermosos
Cerró al aire fatal, aire desnudo,
Pincel sin luz de versos mentirosos.

Soneto XXVII

      La luz cubrió su pelo y tornó helada
La magia del cabello que igualaron
Las nieves que su frente dibujaron,
Y el tiempo con su rauda pincelada.
      Torrentes de alegría en su mirada
Recordarán los años que volaron,
Y el brillo que sus ojos alumbraron
Como el color que vierte la alborada.
      También su risa bella se ha apagado
Como un suspiro triste de mañana
Que lento muere dado al aire cierto.
      Su pelo bello fue, si bien nevado,
Y en su mirar hallé la luz temprana
De la niñez febril trocada en un desierto.

Soneto XXVIII

      Las llamas de la antorcha que prendías
Con gana, en tus mirares perezosos,
Del alba los corceles orgullosos
Negaron cuando más los encendías.
      La luz que te envidió cuando los días,
Quién sabe si enojados o envidiosos,
Corrieron de la vida silenciosos
Añora ya la llama que tenías.
      Silencio es tu mirada donde sueña
Con gozo del sosiego en un retiro
Que la hace ser del cielo entero dueña:
      Silencio es tu mirada o es suspiro
Que gime y se lamenta o se despeña
Sobre el espacio en blanco de un papiro.

2008 © José Ramón Muñiz Álvarez
“Las campanas de la muerte”
Segunda parte: "Los ballesteros de la tarde"
Todos los derechos reservados por el autor.

José Ramón Muñiz Álvarez
(Breve reseña)

José Ramón Muñiz Álvarez nació en la villa de Gijón y sigue residiendo en Candás (concejo de Carreño). Su infancia transcurre de manera idílica en dicho puerto, donde pasa su juventud hasta el término de sus estudios. Licenciado en Filología Hispanica y especialista en asturiano, vive a caballo entre Asturias y Castilla León, comunidad en la que es profesor de Lengua Castellana y Literatura. Su afán por las letras y las artes lo ha llevado al cultivo de la poesía. Es autor de varios libros, de los cuales ya ha dado a conocer "Las campanas de la muerte", aunque en una tirada modesta.
"Las campanas de la muerte" es una obra que consta de tres poemarios:

1-. "Arqueros del alba", dedicado a su abuela materna, Dolores Menéndez López.

2-. "Ballesteros de la tarde", dedicado a la abuela paterna, Pilar Muñiz Muñiz.

3-. "Lanceros del ocaso", dedicado a uno de sus tíos: Gervasio.

El poemario demuestra el extraordinario vínculo del poeta con sus abuelas, en un momento delicado: el del fallecimiento de las mismas. Es indicativo que el libro se escribiese en tres tandas, las dos últimas muy seguidas. Las partes del libro datan de diciembre de 2005 a enero de 2006, primavera verano de 2007 y enero de 2008.
En este tipo de poesía se recurre a las estrofas más tradicionales, con dos únicas excepciones de versilibrismo. Además de un romance, las demás estrofas son silvas blancas, espinelas y, sobre todo, sonetos.


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