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Saturnalia - Poemas de Lourdes Dina Rensoli Laliga



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Saturnalia
Poema publicado el 12 de Noviembre de 2008


            (Homenaje a Carl Orff)
I
El siervo

En los oficios bajos reside mi venganza,
la concesión perenne me ha forjado,
pecaminoso halago vaga por las mansiones
cuando dispongo el día:
me divierto de incógnito.
Sus conciencias denotan el engaño,
sienten ese viscoso fluir de los deseos
de quien se cree dueño de las cosas
sin ocultar de mí sus intenciones.
Soy visto y no advertido.
Esta noche me esfumo.  Les quedará mi máscara
y el temblor de los vientos helados que me rondan.


















                                                     
II

El amo

Todo está confundido.
Lo que creímos orden se ha tornado contienda,
el íntimo acertijo de todo lo azaroso
escondido a la sombra de follajes triviales.
Desechado lo exótico, se anuncia con clarines
en toda su hermosura.
Majestad de lo turbio, de lo insignificante,
eterno y escondido,
peñascos que sostienen en secreto montañas,
mensajes de lo ignoto
presidirán el vuelco de todo lo posible.
Hoy se revelarán los acertijos:
helo aquí, descubierto, mineral venenoso
simulado entre sartas de piedras de colores.
Preguntadle: su blanca cabellera
doblega a los más fuertes,
en sus frágiles huesos
reside el poderío de la magia.
Reverenciad sus pies,
no nos niegue sus lentas, terribles profecías.
Columnas de irisados espejismos,
de duendes fatigados
ocultan el castigo de presenciar sin velos.
El anciano sonríe.








III

Genuflexión

La tormenta devasta la pradera,
las raíces monstruosas se fugan en bandada,
bestias enloquecidas braman, corren, aplastan
la hierba,
los parajes otrora florecidos.
Genio de la venganza rinde culto a sus huestes
con un rito maléfico.
En el jardín del templo de los lares
danzan los celebrantes su muerte prematura
en asombrosa orgía,
adornados con tiaras de esmeralda.
Invocan la presencia
que lenta va marcando sus contornos
con pinceladas negras, cabezas que se hunden.
El viento, desatado, rompe setos de agua,
el tropel no distrae la cadencia,
se doblan las rodillas junto al túmulo
en torno al cual se juega la guerra primitiva.
Piedra de sortilegio,
ónix fálico
desencadena el rayo.











IV

El Rey de los locos

Todo quedó vacío.
Nada importan la música, las luces,
los colores fantásticos,
el común regocijo de esta noche,
nada cuenta el ensueño permitido.

Todo sangra,
de las paredes brotan negros coágulos.
El vientre del paisaje se consume,
sangran los inocentes madrigales,
los vitrales, pequeños vanidosos.
El carro va perdiendo su suspiro,
se vacía,
se carcome de bruma.

Cubierto con el manto, en su interior acecha
el mordaz asesino,
el bufón de la muerte
con su cadena de retoños pálidos
y frutas que semejan carne pútrida,
con un tropel de harapos y huesos
irreales, ridículos.

Los dientes se proyectan
y caen y se hunden en el suelo.
El sólo reconoce su condena
a presidir la procesión de manchas nada conmovedoras,
de torpes criaturas arrobadas
sin nada que distinga sus nombres ni sus rostros,
sin nada que provoque
una tarde de fiesta ensombrecida,
remedos de quien yace más allá de lo humano,
estela vagabunda, susurrante,
festín de los cebados que miran desde fuera,
carnaval de los locos con un rey sin historia,
incógnita medusa,
sacro engaño.































V

El haba

Tarda fiesta de ayer, sin alegría,
con el aire cansado de aquel que largamente
ha aguardado un acaso
que arriba ya partida la esperanza,
y ocupa su lugar en el banquete
con la expresión debida,
con la sonrisa exacta,
con la palabra justa para cada invitado
(¿quiénes son? ¿quién los manda? ¿a qué han venido?).

Y corre la gacela
con mil dardos, estrellas de seis puntas,
clavados al costado,
persiguiendo la muerte en la floresta.
Su postrer estertor sacude al celebrante,
los presentes se vuelven sorprendidos.
El les devuelve calma, neutralidad, pereza
con su pastel de reyes
mostrando como causa del temblor de su cuerpo
el haba, diminuta calavera
con una cruz gamada entre las órbitas.











VI

La Fortuna

Yo soy el dios bifronte,
conozco los caminos que saludan
las ruedas de mi carro,
ante mí se deshacen la soberbia y la ira,
el amor se convierte en lenitivo.
Se desdoblan uniones al paso de mi hoz,
de mi clepsidra incógnita,
en piedad de fingir algún anhelo,
en juegos renovados para estirpes malditas
que se creen lavadas por su falta de culpa.

Soy el padre del sol y de la sombra,
de mi melancolía se origina la calma,
de ella la emoción suave y perversa,
de ella el holocausto,
de él el estallido.
Los pasos de mi danza restituyen
el barro primordial.

Yo genero el silencio,
yo clamo, acecho, salvo,
pronuncio la sentencia irrevocable,
al momento la burlo.
Mis dos caras disputan, se persiguen, se atacan,
quimera de mi esencia incomprensible.

Me escapo de los hombres,
otorgo a quien me porta el privilegio
de la acción incesante,
del combate perpetuo y orgulloso,
del marchar sin fatiga contra el real absurdo.
Humillo sus cabezas
y las ciño más tarde con coronas
que tornan inmortales su memoria y su cuerpo
no su razón, efímera ventura.

Soy el desconocido,
recojo las ofrendas cuando nadie me aguarda,
trunco las ceremonias que me invocan,
en su lugar genero pensamientos sacrílegos
que alimenten la angustia de los inmaculados
y cierren al amor las siete puertas
y duerman convertidos en semillas letales.

Yo otorgo la virtud, la creación, el canto
a quien mida conmigo su mísera armonía,
precio de su locura.
Mi corona destella con la luz primigenia
y todos me maldicen y me alaban                                sin sospechar que está también previsto.

Sé devorar las piedras, mas mis dientes de plomo
se fingen impotentes por amor a los justos
cuya gloria preparo con torturas y afanes
que despojen sus almas de vanidad y apego.
Ellos son avatares de mis manos
para estrechar al cosmos
contra mi corazón impenetrable,
cuyos latidos son revoluciones
de mi rueda infinita.








VII

Uno y lo Mismo

Bosque mudo,
tallos petrificados,
duendes que invernan en su negra fronda,
legado de una estirpe consumida
cuya postrer batalla
detuviera el latir de la floresta
como eterna esperanza,
como aviso:

"Renaceré en un día de nieve y de ventisca,
renaceré en el duro gemir de los volcanes,
mi paso por la tierra
no fue más que un vibrar del arco eterno.
Renaceré sin sol, en lo profundo
donde gélidas fuerzas pugnan por abatirme,
renaceré sin paz para los débiles
pero con el consuelo
de la leche lunar,
de las lanzas de plata
que puedan custodiar las negras bocas,
pozos emponzoñados.

No traeré sonrisas sino trenos
para mi antigua vida.
Será dulce saber del origen del bosque,
de cómo los enanos tallaron sus contornos,
las aéreas raíces que amenazan.
Imitaron el canto de los pájaros
engañando a las bestias,
revelando el camino de los dioses
prestos a renovarse.


Renaceré en la cima donde luchan
los metales candentes con los hielos.
El vuelo de las aves anunciará mi nuevo despertar,
las vísceras abiertas contarán mi llegada,
será un día grandioso, de victoria,
de asombrosos misterios,
consolará de muertes,
de martirios feroces, prolongados.

Será un bálsamo azul,
una vieja promesa florecida
para el postrer guerrero, que aquí yace
bajo las piedras, solo,
tan solo como el trueno que engendrara a sus padres,
que diera a los ancestros las llaves de su mundo.
Descansa aquí, olvidado
hasta un día de gloria."
                                                       
Esqueléticas ramas se entrecruzan,
descienden las tinieblas,
se cierran los caminos de las combinaciones.
El juego, aletargado, palpita en sus entrañas.


                 










Cabra

Recordad que he vivido, que he alentado
y de buen grado o no, me he volcado en vosotros.

He recorrido todos los minutos
de vidas infinitas,
he amado los espinos, las sendas escarpadas,
he trepado hasta el monte, a refugiarme
en las más altas grutas
(y mi vista abarcaba vuestros valles,
vuestras viejas aldeas,
siempre allí, a buen recaudo).

Es hora de marchar, del salto último,
del salto hacia el abismo, hacia el torrente.

Cuando encontréis mis huesos,
recordad que he vivido, que he alentado,
recordad que he vivido.





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