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Malva - Poemas de Noé Zayas



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Categoría: Poemas de Amor
Malva
Poema publicado el 23 de Noviembre de 2009

Huyo hacia ti, penetrante,  asciendo hacia la muerte,
la ciudad que tú eres se vuelve un laberinto. 
Tu vientre es esta fuente donde abrevo:               
            azahar lloviendo sobre la desnudez de los amantes. 
Nos quedamos dormidos.                               
      El agua corre en ti como granos de cristal en los cerezos:
somos dos cuerpos de piedras que resisten al tiempo y sus fatigas.

Y yo me quedo dundo, ahogado en tus ungüentos,
errando en tus seis pecas esféricas.
Consulto mi carta de rutas, busco a ciegas,
doy vuelta de tu ombligo a tu ombligo,
corro hacia tus pezones, ruedo hacia bajo y caigo en ti,   
                                                                                embriagado...     

Viajo en tu cuerpo.                               
¡Oh, espacio, dislocación,
madeja del tiempo en sus batallas,       
muerte, incertidumbre,
nadie estará el día del descenso!
Sé que la ventana por donde miro
            (desolado rincón, páramo, polvo de carne y sangre)
puede ser tú,
y el mirar me ha hecho un hombre triste.
   
Ir al pozo (sin cántaro; cárcel del agua)dudar del paisaje que es la ventana,
luz, cuerpo tornasol de la navaja en la herida.
Y a una yarda más allá del límite (sin apresuramientos)
al niño que nos ofrece la rosa perfumada,se le dibuja, como un escarabajo de cristal, la pobreza
por diez pesos devaluados en sus trescientas veces menos.                                           
Nos preguntamos si no será sólo un hueco.
La interrogante me deprime,
me hace llorar en sus bordes.                             
                                  Y si lloro en el interior de mi casa,
                                              ¿qué haré de su exterior...?
Si te desnudas, será nada la llovizna, su belleza         
los horrores del paisaje escritos en la ventana.
-Estoy desnuda, atada a lo reluciente, al vaho de la noche, a su magia, a los embrujos de mi cuerpo; esa asombrosa cárcel que se confunde con mi yo.
Sé que me descubres torpemente rodando entre los cuartos,                   
me rozas suave    como brizna de luz; 
pero hay algo entorpeciendo el sueño:       
                        una sombra,
                                    un manto de oquedad,
                                            un chorro bramando.
 
Despierto jadeando.
-Esta habitación es otra si estamos solos, los muros se vuelven imágenes, se transfiguran, tiembla mi espalda desnuda ante la levedad del aire, ante la sospecha de ser un grabado de Miguel Ángel o de Dalí rugiendo en los ocres de la tinta.
Oigo subir tu sangre tibia,
el vagido de mi boca disloca tus pezones,         
                                      humedece tu sxo si lo palpo.
                   
Te recoges en la sombra.                                   
Caigo en tu cauce,
me estremezco,  me voy muriendo en ti. 
La ciudad es una perra herida en cuatro partes,
en las que nos perdemos huyendo como lobo solitario, sin manada.
La casa es un jardín floreciendo en tu tacto;
la vida, el mundo, la gente nos premia con su olvido.   
Y el ciego de ayer  insiste otra vez en tocar a la puerta
de esa casa del rosal donde ya no vive nadie,             
en la que tú y yo jugamos a escondernos.
Su perro, también ciego (vigía inconsolable), le es fiel.
Así logra atravesar el jardín       
caminando sobre la ceniza de sus sueños.
-¡Ea! -dice- vengo del Sur. Corro entre rudas visiones y bullicios, un rostro de muchacha (casi feliz de verme) se deshace entre la multitud de rostros. ¿Quién habrá herido la ciudad tan mortalmente y ha transformado el patio de su casa en campo de fusilamiento,       
guerra del olvido,
lugar de lo imposible,
castillo de la angustia,
techo del degollado,
promiscuidad del necio,
guarida de ladrones,
tierra del desamparo,
refugio del perverso?

Lo contuvo un silencio de espesura, un llamado a la muerte.
El mar entró en nosotros como un lienzo de espadas.
Lloramos jadeantes,
con aquellos jipidos en los que solíamos querernos.   
Llovíamos sobre la ciudad,
rodábamos sobre el cieno hasta hundirnos,
                                              nos dorábamos en el fuego.

- ¡Ea, la gente de esta casa!                                       
Y ninguno osaba interrumpir el viaje.
Quedábamos en silencio, mordiéndonos los labios,
y una respiración ahogada y pedregosa enmudecía en  nuestros pechos.
Estar vivo o muerto, da lo mismo:   
                        el paisaje revienta de sobriedad y espesura, 
estamos en el sueño como olvidados de nosotros a plena luz del día.

Muero y no es tan diferente:   
sigo en lo mismo
dando vueltas, huyendo de los perros,
buscándote en el parque, en el reflejo de los árboles,
con aquel terrible dolor en las rodillas (sólo que no están tus caricias).
Y me siento en el banco del Sur que lleva nuestros nombres.
Y están los mismos viejos y las palomas en vuelo
ejecutando cabriolas,
como nerviosas trapecistas en los alambres del tendido eléctrico.
Allí está nuestra tumba,
nuestro Taj Mahal
por el que corríamos hasta la sombra del samán en las mañanas.  Vivíamos como aquellos amantes hindúes, que se encerraron en un pozo a hurgarse los sexos, a comerse, a practicar el acto de amarse hasta morir. 
Se levanta como una fortaleza de piedra.

Nuestra mesa está llena (con duraznos, yogur, miel, vino y una variedad de asados y ensaladas sobre un juego de vajillas de cerámica y oro del Japón)
sin que el hambre llegue aún.
Mis deseos atentos a tu cuerpo 
                                                en penitencia...

Tu sombra se arrastraba sobre los mosaicos, andaba en la terraza  atravesada por el humo de la marihuana, con el temor de ser descubierta por la noche, como una hiena en asecho.

Fuera de allí sólo hay destrucción.                     
Las calles están llenas de jóvenes suicidas,
la catedral se hace añicos en nuestros ojos.
Un interminable charco de agua y sangre sobre el piso
                                    refleja el techo cóncavo invertido.
Nuestro destino era jugado a los dados por soldados semitas,
la destrucción lamió la ciudad con pasión ciega.
Allí, aún las sombras no encuentran lugar para reflejarse de pie,                                                                                                                                     incorporadas.

Tenían que arrastrarse sobre un tapiz de lloro.
Sólo nuestra casa permaneció erguida
y nuestros cuerpos intactos.

El Sur oscurecía a nuestro lado, nos embebía: El héroe entra a la casa, (ignoramos aún su condición de torturado), juega con los niños, y nosotros usamos nuestras máscaras, representamos nuestro débil papel de preocupados. Y él, sin brazos ya, se empeña en secar nuestras lágrimas y en remendar nuestras penas, mientras nosotros gritamos ¡fuego! Aún así, él no se fue sin dejarnos su tibio corazón  palpitando en nuestras manos.

Te acicalabas el cuerpo con aceite de sándalo,
mientras ibas danzado el Bharatanatya, como inclinándote en la sombra,
sostenida por un delgado hilo de sueños y profundas soledades.       
Reíamos; teníamos seis años, tal vez cinco,
                                              cuando oímos ese nombre:
Bagdad, la capital del tiempo.
Desde esa  ciudad, un ángel nos invitaba a la huida.

Te arreglabas las trenzas,
mientras tu abuelo te mostraba la proa
                            de un bergantín varado sobre las rocas.
Sobre la legendaria ciudad llovía fuego,
y nosotros nos cubríamos ansiosos bajo el árbol.
El puente en llamas nos atraía con una fuerza centrífuga, tu ombligo
atrapado por los espesos paisajes de Las Mil y Una Noches   
                                                                                      acontecíamos.
La vida nos salpica con la ironía de mostrarnos
la oblicuidad del tiempo y sus demoras. 
Allí y en aquel instante lo entendimos:   
Scheherezade conducía la trama tejida con un hilo de sangre,
nos llevaba a prisa queriéndonos salvar de la voraz columna de guerreros.

¡Oh tu!, reina de los deseos, del clan oscurecido
nos hacía descender al azufre. A sus pasos quedaban los rumores del perfume, el olor tibio de  la tierra quemada y los toscos recuerdos de su niñez, en la que disfrutaba la tierra como un manjar de asados aderezado con limón y especies. En verdad, era exquisito mirar aquella danza de gacela embriagada con la que solía moverse entre los árboles ancianos del bosque de bambúes que le servía de refugio. 
Su cabellera dorada le cubría el rostro
lleno de trazos geométricos, de planos de la ilusión, de signos sagrados, antiquísimos,
ofrecido al sacrificio en la mezquita de Mirjan. 
Su cuerpo suspendido ardía en llamas:  el cuerpo oculto del guerrero, trasciende, busca la superficie. Bajo la leve llovizna fosforece como una antorcha. Se deshace, floreciendo una rosa de tristeza oscurecida. Nadie sabe, ni puede, ni debe pronunciar su nombre en el momento de su fusilamiento. Ya lo hemos olvidado.

No nos encontramos en el tiempo en que nos tocaba morir en  nombre de los otros.
Esta era la piedad que prodigaba la cicatriz del sueño.
La casa envejece sumergida en tinieblas de polen de cerezos,
la galería y los cuartos están llenos de perros;
así entendemos la brevedad del miedo en sus afanes.

El hombre entró de pie al borde de la historia,
dormía con la muerte,                         
obvió la estocada de la sombra,
y así creó este río de sangre hacia la áspera  luz de las mañanas,

los duros pasadizos por donde huyes entrando en ti,
en tu aposento. Allí duerme la muerte,
como una enana cuya tristeza duplica su tamaño;
estamos en su yantar de la mañana, 
nos cobija su sombra de delgada enfermera. 
Nos decimos adiós: 
un beso en la comisura de tu boca clausura la vida.


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