Aislamiento
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
A menudo en el monte, bajo algún viejo roble,
viendo el sol que se pone tristemente me siento;
dejo que todo el llano mis miradas abarquen,
el cambiante paisaje que se extiende a mis pies.
Aquà el rÃo con olas espumosas murmura,
serpentea y se pierde en oscuros confines;
allà inmóvil el lago es un agua dormida,
con la estrella de Venus adornando su azul.
En la cima, que bosques muy sombrÃos coronan,
el crepúsculo pone su fulgor postrimero;
y el brumoso carruaje que conduce las sombras
emblanquece, elevándose todo el amplio horizonte.
De la gótica flecha surge entonces un son
religioso que invade todo el aire; el viajero
se detiene y escucha la campana que mezcla
a los últimos ruidos de aquel dÃa su canto.
Pero halagos asà no conmueven mi alma,
que parece insensible, incapaz de emoción;
y contemplo la tierra como un vago fantasma:
no calienta a los muertos este sol de los vivos.
De colina en colina pongo en vano mis ojos,
desde el norte hasta el sur, de la aurora al poniente,
y me digo: «No existe ni un lugar en el mundo
donde pueda pensar que me espera la dicha».
¿Qué me importan los valles, los palacios, las chozas?
Sus encantos son vanos, para mà nada cuentan.
RÃos, montes y bosques, soledades amadas,
sólo un ser está ausente y todo es un desierto.
Miraré indiferente los caminos del sol,
qué más da si en su inicio o en su parte final;
si se pone o si nace entre nubes o azul,
¿a mà el sol qué me importa? Nada espero del dÃa.
Si pudiera seguirle en su larga carrera
por doquier yo verÃa el vacÃo y el páramo.
Nada quiero de todo lo que el sol ilumina,
nada quiero tener del inmenso universo.
Mas tal vez más allá de su curva celeste,
donde el sol verdadero otros cielos alumbra,
si pudiera dejar mis despojos aquÃ
lo que tanto he soñado se mostrara a mis ojos.
Allà me embriagarÃa en la fuente deseada
y volviera a encontrar esperanza y amor,
ese bien ideal al que aspiran las almas
y que no tienen nombre aquà abajo en la tierra.
¡Si pudiera en el carro de la Aurora elevarme
vago fin de mis ansias, en el cielo hasta ti!
¿Por qué aún sigo atado a esta tierra de exilio?
Entre la tierra y yo nada existe en común.
Cuando la hoja del bosque cae sobre los prados,
cuando el viento nocturno la arrebata a los valles,
yo quisiera también ser esa hoja caÃda:
¡Arrastradme como ella, aquilones, borrascas!
Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
A menudo en el monte, bajo algún viejo roble,
viendo el sol que se pone tristemente me siento;
dejo que todo el llano mis miradas abarquen,
el cambiante paisaje que se extiende a mis pies.
Aquà el rÃo con olas espumosas murmura,
serpentea y se pierde en oscuros confines;
allà inmóvil el lago es un agua dormida,
con la estrella de Venus adornando su azul.
En la cima, que bosques muy sombrÃos coronan,
el crepúsculo pone su fulgor postrimero;
y el brumoso carruaje que conduce las sombras
emblanquece, elevándose todo el amplio horizonte.
De la gótica flecha surge entonces un son
religioso que invade todo el aire; el viajero
se detiene y escucha la campana que mezcla
a los últimos ruidos de aquel dÃa su canto.
Pero halagos asà no conmueven mi alma,
que parece insensible, incapaz de emoción;
y contemplo la tierra como un vago fantasma:
no calienta a los muertos este sol de los vivos.
De colina en colina pongo en vano mis ojos,
desde el norte hasta el sur, de la aurora al poniente,
y me digo: «No existe ni un lugar en el mundo
donde pueda pensar que me espera la dicha».
¿Qué me importan los valles, los palacios, las chozas?
Sus encantos son vanos, para mà nada cuentan.
RÃos, montes y bosques, soledades amadas,
sólo un ser está ausente y todo es un desierto.
Miraré indiferente los caminos del sol,
qué más da si en su inicio o en su parte final;
si se pone o si nace entre nubes o azul,
¿a mà el sol qué me importa? Nada espero del dÃa.
Si pudiera seguirle en su larga carrera
por doquier yo verÃa el vacÃo y el páramo.
Nada quiero de todo lo que el sol ilumina,
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y que no tienen nombre aquà abajo en la tierra.
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