Poema publicado el 10 de Noviembre de 2008
Psiqué, hermana mÃa, escucha inmóvil, y tiembla.
La dicha llega, nos toca y nos habla de rodillas.
Estrechémonos las manos. Sé grave. Escucha aún... Nadie
es más feliz esta noche, más divino que nosotros.
Una ternura inmensa atrae entre las sombras
nuestros ojos semi-cerrados. ¿Qué queda todavÃa
del beso que se calma, del suspiro que se pierde?
La vida ha dado la vuelta a nuestro áureo reloj de arena.
Esta es nuestra hora eterna; eternamente grande.
La hora que sobrevivirá al efÃmero amor
como un velo impregnado de rosa y lavanda
conserva, cien años después, la juventud de un dÃa.
Más tarde, hermosa mÃa, cuando noches ajenas
hayan pasado sobre ti, que ya no me esperarás,
cuando otros, acaso, amiga de las suaves manos,
celosos de mi nombre, rozarán tus pies desnudos.
Acuérdate de que un dÃa vivimos los dos juntos
la única hora en que los dioses conceden, un instante,
a la cabeza inclinada, a la espalda temblorosa,
el puro espÃritu vital que huye con el tiempo.
Acuérdate de que una noche, en nuestro lecho,
acariciándonos con deseos ansiosos de unirse,
cambiamos de boca a boca
la perla imperecedera en la que duerme el recuerdo.
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